jueves, 6 de junio de 2019

Radical


Hace tres años me compré esta camiseta. En principio, me hacía gracia. Porque feminismo es simplemente eso: la creencia de que las mujeres son personas. No las madres, las hijas, las novias de alguien, no un objeto decorativo ni quien tiene que venir a salvarte de tu propia inutilidad doméstica y emocional. Y sin embargo, para muchas personas es una noción radical.

Jeje.

Me hacía gracia. Pero ahora no me hace nada de gracia. Porque he llegado a comprender que quiero ser una feminista radical. Y con esto no quiero decir que quiera buscar la supremacía de las mujeres, no. Ni por supuesto que pertenezca a la ideología TERF (Trans Exclusionist Radical Feminists, es decir, feministas tránsfobas que han decidido que pueden establecer quién es una mujer y quién no), porque de hecho me parece aberrante tanto su postura como el hecho de que se hayan apropiado del feminismo radical.

El feminismo radical no es eso. El feminismo radical simplemente quiere ir a la raíz del problema, es decir, al sistema. Siempre me ha gustado llevar la contraria y quizá eso sea lo que me ha salvado la vida, porque fue la rebeldía la que me llevó al feminismo y al movimiento body-positive.

El primer paso para mí en aceptar mi cuerpo fue leer todos y cada uno de los mensajes que decían que las mujeres con sobrepeso eran preciosas, que la piel oscura era sexy, que las estrías son rayas de tigre e impactos de rayo y que fuese cual fuese tu talla deberías calzarte unos tacones, pintarte los labios con la sangre de tus víctimas y salir a matar el patriarcado.

Y no tengo problema con eso, porque me ayudó a aceptar mi cuerpo (la mayoría de los días). El problema de esta perspectiva es que no cambia el sistema en el que si eres atractivo eres válido, solo amplía la definición de atractiva, guapa, sexy. Y mi cuerpo no tiene que ser sexy ni le tiene que gustar a nadie. Mi cuerpo tiene que realizar sus funciones básicas, tiene que permitirme llevar la vida que quiero y necesito llevar. Mi cuerpo tiene que estar vivo y yo tengo que cuidar de él, y esa es la única exigencia que se le impone.

No quiero redefinir lo que significa ser guapa. Quiero eliminarlo totalmente de la ecuación, que no entre dentro de mis virtudes ni de mis defectos, porque mi curiosidad, mi sentido de la justicia, mi perseverancia, mi pasión, mi entrega, mi compromiso, mi servicio, mi querer cuestionarlo todo, mi mente y mi alma y mi presencia en el mundo, es lo que soy. Y mi cuerpo es solamente donde vivo.

 No quiero recolocar ni redefinir: quiero tirarlo todo abajo y construirlo de cero.Seamos radicales.

martes, 19 de marzo de 2019

Mi papá

El otro día, Irene G. Lenguas subió a su instagram algunas fotos de sus materiales de dibujo, y entre ellos un pincel que había sido de su papá. Y dijo que su papá dibuja mucho mejor que ella. Personalmente no puedo elegir, porque les quiero y admiro a los dos, y su estilo es tan distinto que no se pueden comparar. Pero me hizo pensar que Javi también es de esos papás que se convierte en quien necesitan sus hijos que sea, y que les ha dado todo lo que tiene y todo lo que es, para que ellos hagan con eso lo que puedan. O quieran.

Eso es mi papá. Nos lo ha dado todo. A mí, ya os lo conté hace tiempo, me ha regalado la literatura y el arte, los viajes, la música, la mitad de lo que soy y la mitad de lo que tengo. O más. Pero me ha dado muchas más cosas que no son materiales ni cuantificables, ni siquiera demasiado describibles. Nos ha dado, a los tres, una manera de ser y de existir en el mundo.

Hace un tiempo, un amigo me dijo que se notaba quiénes eran "las Velayos", hablando de mis sobrinas en un campamento. Las Velayos Clemente y las Velayos Simarro, que en teoría no habían sido criadas por los  mismos padres. Pero habían tenido el mismo abuelo, que les había contado sus cuentos y cantado sus cancioncitas y convertido San Vicente de Arévalo en un lugar más mágico que Macondo, el mismo abuelo que siempre está disponible para un traslado en coche, el préstamo de una cámara, una discusión a primera hora de la mañana o para explicarte el sujeto y el predicado. El mismo abuelo que había criado a su padre o a su madre y les había enseñado a disfrutar.

Porque mi padre disfruta. Mucho. Disfruta de la comida, de comerla y cocinarla; disfruta de la naturaleza y del pueblo, de los edificios más modernos de las grandes ciudades, de la historia grande y de la intrahistoria, de la cultura chiquita del arado y los mochuelos y de la cultura grande que habita en los museos. Mi padre disfrutaba de su trabajo y tenía una ética laboral impecable que, afortunadamente, nos ha sabido transmitir, pero también disfruta de sus vacaciones y de su jubilación.

Mi padre disfruta estando solo en su despacho, leyendo y estudiando, aprendiendo de la misma forma voraz que cuando tenía veinte años, o eso me cuentan. Pero también disfruta cuando nos juntamos todos y hablamos a la vez y nadie se entera de las conversaciones y discutimos sobre todo, porque mi padre disfruta también de llevar la contraria y de cuestionarlo todo.

Mi padre nos ha hecho ver el mundo como un lugar lleno de belleza y de posibilidades, un lugar infinito que nunca vamos a poder abarcar, y lo ha hecho sin convertirnos en edonistas, sino inculcándonos la responsabilidad y el respeto que conlleva saber que esta Tierra, esta gente, este arte que tenemos es un tesoro.

Si escribiese algo así todos los años, no acabaría de hablar de mi papá. Así de grande es. Al fin y al cabo, es el hombre de mi vida

Feliz día, papá. Sigamos disfrutando.


viernes, 8 de marzo de 2019

Disfrute

Feliz 8 de marzo, amigas, hermanas, compañeras y aliados.

Y este año lo digo totalmente convencida, feliz.

Feliz porque ser mujer es difícil, es confuso y a veces, hasta peligroso. Porque sean micromachismos o violencia que amenaza nuestra vida, todas vivimos bajo el patriarcado. Y todas y todos lo sufrimos. Porque hay mil y una razones por las que gritar, y millones de mujeres que no pueden hacerlo y necesitan que quienes no estamos silenciadas les demos voz.

Pero trescientos sesenta y cuatro días al año soy combativa, y veo las cosas que no me gustan y protesto hasta que me agoto, y educo al que tengo delante y les enseño lo que tanto tiempo me costó ver a mí. Trescientos sesenta y cuatro días al año, las gafas violetas me sirven para ver la injusticia, la desigualdad, el dolor.

Pero hoy, 8 de marzo, día de la mujer, me elijo a mí. Me celebro a mí.

Porque con ser mujer vienen también muchas cosas buenas, algunas por naturaleza y otras por educación, y hoy quiero poner luz sobre ellas y agradecerlas porque, a pesar de ser consecuencia de un sistema patriarcal que las desprecia, todas estas cosas me encantan.



Me encanta que mi educación sentimental me haya llevado a ser más compasiva, más empática, más sensible a las necesidades de los demás. Porque si todos pudiésemos guiarnos más por la amabilidad y menos por las ansias de ser mejor, más grande, más fuerte y más agresivo que el de al lado, nos iría bastante mejor. A nivel humanidad, digo.

Me encanta pensar que un día podré ser dos en una, podré llevar una vida dentro y que esa experiencia nadie más la va a tener, porque es mía, y a la vez será compartida por la mitad del planeta.

Me encanta poder experimentar con mi ropa, mi peinado, mi maquillaje, y una vez desoídas las voces que me decían que necesitaba todo esto para ser atractiva y por tanto valiosa, poder hacer lo que me dé la gana y seguir viéndome guapa, interesante, linda, divertida. Poder llevar botas militares con falda de vuelo y cambiar de cara solo con un poco de eyeliner y que mi melena me deje ser una persona nueva solo con recogerla. La ropa que les obligan a llevar a ellos es, francamente, aburrida. Apuntaos a los vestidos, chicos.

Me encanta poder apreciar la belleza y la sensualidad de hombres y mujeres y que mis amigas también lo hagan, sea cual sea su orientación sexual. Porque hay personas muy atractivas por el mundo y es una pena tener que perdérselo por inseguridad.

Me encanta oler bien, porque el champú y las cremas y los perfumes están hechos con flores y con frutas y con un poco de misterio que no entiendo bien, y nadie espera que me compre cosas que huelen a Action Man Super Power Pro. Chicos, es genial oler a mango y a papaya, deberíais probarlo.

Me gusta ser suave. Me gusta ser linda. No siempre. Pero a veces.

Me gusta tener complicidad con otras chicas cuando cualquier señoro se ve con necesidad de explicarle algo que ya sabe -ah, maravilloso mansplaining-, y esa mirada que compartimos mientras ellos pontifican sobre temas que no conocen lo más mínimo.

Me gusta ver cómo las niñas, especialmente mis niñas, se descubren y se asombran del mundo en el que vivieron sus madres, y cómo quieren cambiarlo de la manera más natural posible: existiendo.

Me gusta que mi sobrina me llame porque quiere que nos veamos en la manifestación esta tarde. Me gusta la sororidad y la comunidad que surgió de que fuésemos el otro. Las otras. Porque ahora no podrán pararnos.

El patriarcado nos ha otorgado muchas cualidades que nadie le ha pedido, y nos las impuso como obligación. Pero, sin que nadie sienta que debe encajar en los rígidos límites que, nos han dicho, significa ser mujer...

Qué bonito es ser mujer.

Lo seas como lo seas. Lo sientas como lo sientas. Feliz, feliz, feliz día.

PD: todo lo anterior son, de hecho, estereotipos que encorsetan a la mujer y al hombre, dividen a las personas en géneros binarios irreales y perpetúan una serie de comportamientos que son dañinos para todas y todos. Click en los links para más información. Pero, como he dicho, hoy quiero ser feliz y celebrar que, a pesar de todo, me encanta ser mujer. A veces, incluso, de una forma tradicional y heteronormativa. La vida, que es muy contradictoria.

sábado, 23 de febrero de 2019

Me nació la conciencia

Tengo seis años. Es el primer día que vamos con el colegio a natación. Yo llevo mis braguitas de bañador y, aunque nadie dice nada, veo a mis compañeras fijarse en mí y reírse. Cuando llego a casa le digo a mi madre que quiero que me compre un bañador deportivo completo, que me cubra el pecho que todavía no tengo.

Tengo diez años. En el recreo, una niña se me queda mirando y de repente grita, ¡Bea tiene bigote!. Cuando llego a casa me tengo que acercar al espejo para verme el vello, ligero y claro, que me crece encima del labio. Me lo afeito con una maquinilla de mi hermana, muerta de vergüenza.

Tengo unos once años y algo de tripa. Mi hermana me ve mirarla, acomplejada, y me dice que, claro, es que tengo que meter tripa. Lo hago y se queda plana, y ya no dejo de hacerlo un solo día de mi vida.

Tengo doce años y mi mejor amiga me habla de cómo ha conseguido que su madre le deje depilarse las piernas. Yo le miro su piel morena y su pelo casi invisible y cuando llego a casa le digo a mi madre que me tengo que depilar también, porque todas las niñas de mi edad lo hacen ya.

Tengo trece años y en el colegio se ríen de mí. Entre otras cosas, dicen que soy igual que Yoli, la de los Serrano. Llevo gafas, pero yo no me veo la cara tan redonda como ella, por lo menos al principio. Luego me lo empiezo a creer y cuando mi madre me propone que vayamos a NaturHouse a que me pongan a dieta, yo acepto entusiasmada.

Tengo quince años y me voy a depilar el bigote por primera vez, después del incidente con la maquinilla. Han pasado cinco años pero sigo mortificada por esa sombra de vello. Mi madre me enseña a hacerme la cera en casa y luego me dice que me depile también la parte de la mandíbula, justo debajo de las patillas. Nunca me había fijado en que ahí también tuviese pelo o en que fuese algo antiestético, pero lo hago.

Tengo dieciocho años y una amiga que hace ballet me dice que se le ha retirado la regla, el médico dice que a lo mejor está muy delgada. Dos semanas después, me dice que no puede comer pan porque está a dieta. Y yo miro mi cuerpo, tres tallas mayor que el suyo, y me quiero morir.

Una mujer aprende a odiar su cuerpo desde muy pequeña, y nunca deja de aprender nuevas razones para hacerlo. Nunca se queda sin zonas que corregir. Y este aprendizaje no es formal: nadie te dice explícitamente que tu cuerpo es feo y gordo y que debes aprender a hacerlo más pequeño, más inodoro, más delicado, más controlado.

Los mensajes llegan de todas partes y de donde menos te lo esperas. Mi madre y mi hermana me quieren con locura y, más importante, son mujeres inteligentes, formadas y conscientes de la sociedad machista en la que vivimos, y luchan activamente contra ella en su trabajo y en su casa. Y aun así me enseñaron a odiar partes de mi cuerpo, porque querían ayudarme, porque no querían que se riesen de mí y me llamasen fea o gorda. Como si eso fuese lo peor que puede ser una mujer.

Pero lo bueno es que si algo se aprende, se puede desaprender. Me ha llevado mucho tiempo saber por qué odio las partes de mi cuerpo que odio, y aprender a quererlas por lo que son: apariciones naturales, signos de que soy una persona, un animal, un mamífero; piernas que me llevan a sitios y reservas de energía y órganos que, gracias a Dios, funcionan a pleno rendimiento. Me ha llevado tiempo y energía y memoria, y tener que perdonar a quienes me transmitieron esos mensajes, porque ellas también los recibieron, y a mí misma porque seguramente se los haya transmitido a otras niñas.

Pero ese es el primer paso. Darse cuenta. Y empezar a desandar lo andado.

domingo, 3 de febrero de 2019

La senda inesperada

El año 2013 lo empecé en el hospital, con un ataque anafiláctico. Unos meses más tarde, después de pruebas en la que mi piel reaccionaba a todos los alérgenos conocidos, me diagnosticaron alergia a la proteína LTP.

La mañana después del diagnóstico me levanté antes que nadie y busqué qué desayunar. No podía tomar cereales (aunque después me dieron permiso), así que adiós a las tostadas, bizcochos, magdalenas... No podía tomar las frutas más habituales en España, y lo que es más trágico, tampoco frutos rojos. No podía tomar trazas de frutos secos, adiós al Cola Cao. Ese día lloré, sola en la cocina, porque no sabía qué podría comer en el futuro.

Así empezó la caza y captura de productos procesados sin trazas, especialmente chocolate, una búsqueda infructuosa que me llevó a intentar seguir una receta de brownie con cacao (el cacao en polvo puro no tiene trazas, gracias a Dios). Después de un mes sin probar mi comida favorita, con tanto mono y frustración que tenía ganas de llorar cada día después de comer al no poder acabar con mi onza de chocolate normal, aquel brownie me supo a gloria.



Aquel diagnóstico comenzó un camino de leer etiquetas, rechazar platos en restaurantes, buscar marcas que tuviesen en cuenta las alergias, entender mejor el funcionamiento de mi sistema inmune y de tomar vacunas que, finalmente, consiguieron que mi nivel de tolerancia al alérgeno llegase al máximo. Ahora hace tres años que puedo comer de todo, pero todavía recuerdo bien qué alimentos tienen trazas, lo difícil que es evitar la contaminación cruzada, y lo difícil que lo tienen los diabéticos, celiacos y alérgicos que por mil razones no pueden curarse de sus intolerancias.

Pero además de mi nueva apreciación por mi cuerpo y mi privilegio, esta alergia me deja la repostería. He aprendido mucho desde aquel brownie hecho por necesidad y desesperación. La mezcla de gozo y alquimia que es sacar un bizcocho del horno y convertirlo en el centro de una celebración no puede compararse con otras alegrías en mi vida. Educar a un niño, estudiar mi tesis, viajar por el mundo, escribir un cuento, me enriquecen y me hacen feliz, pero hornear tiene un resultado que se ve, se toca y se saborea, que está delante de ti desde el momento en el que abres el horno. Muchas cosas parecen inútiles, su objetivo perdido en un futuro hipotético, pero hacer una tarta es material e inmediato. Es magia, es ciencia y es un subidón de autoestima.

No de todo lo malo sale algo bueno. No todo tiene un porqué. Pero quizá sin la necesidad de hacer mi propia bollería, no habría encontrado esta fuente de felicidad. Si no hubiese seguido este camino que mi alergia me abría, al cerrarme todos los demás, no hubiese llegado hasta aquí. Gracias, querido y defectuoso sistema inmune, por este regalo.


martes, 29 de enero de 2019

Cambios


–¿Ya está dentro?

–Si quisieras podrías hacerte con el mundo, pero tú has venido aquí a pasarla bien. A hacer lo que te dé la santísima gana sin tener en cuenta lo que yo desee o…

–Sí, mi amor, pero céntrate un poquito.

–¿Qué pasa, que te desconcentro?

–Pues sí, la verdad. Bastante difícil es ya este asunto…

–Antes no te costaba nada. De novios, ¿te acuerdas? Fuera camiseta y hala, para arriba, para abajo, para adentro, por donde yo te pidiese. Y ahora mira cómo jadeas, que pareces un pimiento morrón… ¡Qué fatiga, Jorge, por Dios!

–La edad hace estragos en todo, hasta en estas cosas… En estas cosas más, diría yo.

–Mira, vamos a dejar de hablar y acaba ya, porque esto es deprimente.

–Eras tú la que quería hacerlo hoy, Isabel, y era hoy sin falta, así que no te quejes.

–Es que, si no, hay que esperar otro mes… Pero vamos, que creía que esto lo queríamos los dos.

–A ver, amor, espera que me coloco de otra manera… Pon la mano ahí y el pie por detrás, a ver si así…

–Pero contéstame, ¿es que ya no quieres lo mismo que yo?

–Solo un pelín, cariño, dame un minuto…

–¿Te he puesto demasiada presión para dar este paso? ¿Qué preferirías, seguir siendo un veinteañero jugando al FIFA en calzoncillos? ¿Te asusta la responsabilidad, es eso?

–O empujo o te contesto, pero a mí no me da para hacer las dos cosas.

–Todavía estamos a tiempo de dejarlo, ¿eh? Si tan mal lo estás pasando…

–No, no, ahora ya no me dejes así… Tú abre, abre, que yo ya…

–Tú ya, ¿qué? ¿Y yo? Lo que yo decía, a pasarla bien y yo, a poner la cama.

–La cama, las mesillas, la cuna… Solo falta esto, mi vida, solo esto, aguanta que ya acabo.

–Mira, ya está. Deja el puto sofá en el suelo y mañana vendrá mi padre a desmontar la puerta y meterlo en el salón… Que ni en esto me das una alegría.

miércoles, 16 de enero de 2019

Burnout

Burnout es una palabra inglesa. Se traduce literalmente como agotamiento. Pero es más que eso. Es estar quemado, reducir tus recursos físicos, mentales y emocionales a cenizas, derretir la vela hasta el final. Es un término que surge en los setenta para hablar del desgaste profesional, de la respuesta emociona que provoca una sobrecarga continua de trabajo y un desequilibrio productivo, es decir, que el esfuerzo y el tiempo que le dedicas a algo no proporciona el mismo nivel de satisfacción o recompensa.

Para algunos, esta puede ser una situación pasajera. Para mí, y sospecho que para mucha gente, es crónica. Vivo en el burnout. Porque mi trabajo no son las diecinueve horas lectivas por las que me pagan. Son además todas las horas que querría dedicarle a ser la profesora que quiero ser, las horas que no le dedico a la investigación doctoral, los cuentos que no perfecciono y los muchos, muchos libros que no leo. Incluso son las horas de gimnasio, fisioterapia o peluquería que necesito dedicarle a mi cuerpo, porque solo tengo uno. Y por supuesto, las horas de compra, limpieza, cocina, lavadora, plancha y recoger que nunca, nunca le valoraré lo suficiente a mis padres por muchos años que viva independizada. Jamás me hubiese sacado una carrera si ellos no hubiesen puesto comida en la mesa, literalmente.

El éxito en este siglo ya no se define por tener un trabajo aceptable o una vida social medianamente entretenida. Hay que ser el mejor en un trabajo que adores, comer tus cinco raciones de fruta y verdura, hacer ejercicio regularmente, mantenerte al día viendo series, ver a tus amigos, cuidar tu vida de pareja, leer cincuenta libros al año y además tener tiempo y dinero para viajar por todo el mundo. Y contarlo. Dios prevenga que no tengamos redes sociales para contarlo. Es agotador. Ni siquiera las vacaciones son un momento de desconexión y de relax para mí, que quiero verlo todo.

Estoy intentando meter cinco vidas dentro de la única que tengo y, por bien que lo coloque todo, no cabe. Y necesito dejar cosas atrás, o más tiempo en el día, porque esta vela está llegando al final de su mecha.

¿Esperabais un bonito mensaje de Mr. Wonderful al final de todo esto? Cuánto lo lamento. No lo tengo. Si tuviese una solución, o si la hubiera, la patentaría y luego os la vendería a buen precio, creedme. Pero de momento no es el caso.

El primer paso, por lo menos, es admitirlo, ¿no?

sábado, 5 de enero de 2019

Queridos todos

Querido DosMilDieciocho, querido DosMilDiecinueve, querido blog... Hace casi un año que no nos veíamos. Y no ha sido despiste, no te creas: ha sido totalmente a propósito. Necesitaba saber si funcionábamos. Si tenía sentido seguir dedicándote tiempo, cuando a veces me cuestas tanto esfuerzo y me dabas, aparentemente, tan pocas satisfacciones. Cuando podría estar escribiendo un diario en un cuaderno y, quizá, me leería la misma gente. Teníamos que darnos un tiempo para darnos cuenta, o para dármela yo, de que a veces el roce no hace el cariño.

Porque este año me he descubierto muchas, muchas veces pensando qué entrada publicaría ese día, cómo celebraría un acontecimiento público o privado, qué querría que reflejase mi esquina de la red en aquel momento. Llevas conmigo muchos años y, aunque seamos solos tú y yo de la mano, parece que van a ser por lo menos algunos días más. 

Y por no faltar a las buenas costumbres, veamos qué fue del año pasado. Porque menudo año...

DosMilDieciocho me dio la oportunidad de seguir trabajando en mi primer colegio y acabar el curso inmensamente agradecida no solo por todo lo enseñado, sino por todo lo aprendido. Porque me llevo a esos niños para siempre. Porque he aprendido muchas cosas que quiero del futuro, y también muchas que no. Y porque además en septiembre he podido volver a empezar, con cole nuevo, niños nuevos y compañeras nuevas, y eso también es un regalo.

DosMilDieciocho nos volvió a recolocar ante la vida, porque nunca puedes dar por supuesto la seguridad, y a pesar del miedo, nos ha dado también esperanza y ganas de seguir luchando. Estos empujones pueden tirarte al suelo, pero también pueden ayudarte a mirar la vida desde otro sitio y a recolocar prioridades, alianzas, integridades. Creo que ha sido más lo segundo que lo primero... Aunque haya tenido también que levantarme alguna vez.

DosMilDieciocho me ha traído cuatro países y diez ciudades nuevas. Un viaje en solitario. Congresos, vacaciones, escapadas, un musical. Infinitas oportunidades para este culo inquieto, y ganas de seguir moviéndolo.

DosMilDieciocho me ha traído más tiempo y más formas de escribir. No tanto como yo querría -a lo mejor nunca sea suficiente...-, pero sí un paso más en el camino de llamarme escritora. Y personas con las que recorrerlo, que es algo que tanto echaba de menos... En DosMilDoce dejé de poder encontrarme con mi última tribu y solo puedo dar gracias a la vida porque, en un lugar tan diferente y con otras personas, he vuelto a encontrarla.

DosMilDieciocho me ha traído empezar un idioma nuevo, un idioma sin palabras que espero seguir practicando todos los días aunque cueste. Me ha traído formación en mediación, para ser mejor profesora. Me ha traído mucho trabajo (y menos del que debería) leyendo e investigando a mis escritoras, que es una familia que ha crecido mucho estos meses. Incluso me ha traído un libro de recetas que quiero hacer entero. En definitiva, me ha traído curiosidad y oportunidades de seguir aprendiendo.

Y sobre todo, DosMilDieciocho me ha traído amor. Paciencia, cariño, dolor, comprensión, tradiciones nuevas y antiguas, risas y lágrimas y ganas de seguir aprendiendo a querer como yo quiero, y como tú quieres.

Gracias por todo, DosMilDieciocho. Quizá porque tengo que resumirlo todo en una sola entrada, pareces más intenso y más lleno que otros.

Y a ti, DosMilDiecinueve, no te propongo nada. Solo le pido una cosa a los Reyes: que me sorprendan. Como cuando era pequeña. Y ahora, me voy a comer roscón.