domingo, 3 de febrero de 2019

La senda inesperada

El año 2013 lo empecé en el hospital, con un ataque anafiláctico. Unos meses más tarde, después de pruebas en la que mi piel reaccionaba a todos los alérgenos conocidos, me diagnosticaron alergia a la proteína LTP.

La mañana después del diagnóstico me levanté antes que nadie y busqué qué desayunar. No podía tomar cereales (aunque después me dieron permiso), así que adiós a las tostadas, bizcochos, magdalenas... No podía tomar las frutas más habituales en España, y lo que es más trágico, tampoco frutos rojos. No podía tomar trazas de frutos secos, adiós al Cola Cao. Ese día lloré, sola en la cocina, porque no sabía qué podría comer en el futuro.

Así empezó la caza y captura de productos procesados sin trazas, especialmente chocolate, una búsqueda infructuosa que me llevó a intentar seguir una receta de brownie con cacao (el cacao en polvo puro no tiene trazas, gracias a Dios). Después de un mes sin probar mi comida favorita, con tanto mono y frustración que tenía ganas de llorar cada día después de comer al no poder acabar con mi onza de chocolate normal, aquel brownie me supo a gloria.



Aquel diagnóstico comenzó un camino de leer etiquetas, rechazar platos en restaurantes, buscar marcas que tuviesen en cuenta las alergias, entender mejor el funcionamiento de mi sistema inmune y de tomar vacunas que, finalmente, consiguieron que mi nivel de tolerancia al alérgeno llegase al máximo. Ahora hace tres años que puedo comer de todo, pero todavía recuerdo bien qué alimentos tienen trazas, lo difícil que es evitar la contaminación cruzada, y lo difícil que lo tienen los diabéticos, celiacos y alérgicos que por mil razones no pueden curarse de sus intolerancias.

Pero además de mi nueva apreciación por mi cuerpo y mi privilegio, esta alergia me deja la repostería. He aprendido mucho desde aquel brownie hecho por necesidad y desesperación. La mezcla de gozo y alquimia que es sacar un bizcocho del horno y convertirlo en el centro de una celebración no puede compararse con otras alegrías en mi vida. Educar a un niño, estudiar mi tesis, viajar por el mundo, escribir un cuento, me enriquecen y me hacen feliz, pero hornear tiene un resultado que se ve, se toca y se saborea, que está delante de ti desde el momento en el que abres el horno. Muchas cosas parecen inútiles, su objetivo perdido en un futuro hipotético, pero hacer una tarta es material e inmediato. Es magia, es ciencia y es un subidón de autoestima.

No de todo lo malo sale algo bueno. No todo tiene un porqué. Pero quizá sin la necesidad de hacer mi propia bollería, no habría encontrado esta fuente de felicidad. Si no hubiese seguido este camino que mi alergia me abría, al cerrarme todos los demás, no hubiese llegado hasta aquí. Gracias, querido y defectuoso sistema inmune, por este regalo.


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