sábado, 24 de septiembre de 2011

Piacere.

La busqué entre letras de libros, de poemas, de canciones. De amor, desesperadas, escritas en los muros del barrio y del alma. La busqué en mi idioma y en todos los demás, en los que sonaban duros, en los que los insultos sonaban a palabras de amor, en los que ya sólo el saludo lo lleva a ser EL idioma (Ciao, mi chiamo Lorenzo. Piacere...).

La busqué en películas, en cortos, en escenas. En la fotografía más exquisita, en el argumento más sorprendente, en los guiones más exquisitos que ha escrito el hombre (BuongiornoprincipessaStanotte t'ho sognata tutta la notte...). La busqué en salas de conciertos y de exposiciones, en todas las obras que alguna vez se consideraron de arte. La busqué en el teatro, en retorcer mi cuerpo alrededor de un libreto y adaptar mi careta a la de otro personaje, quizá, más interesante.

La busqué en todos los países, con la imaginación, con instinto, con ganas de ir y conocerlos y decir Por fin...

Dediqué un segundo, lo que dura una vida, a buscar la felicidad. Felicitá...

Para encontrarla en el dolce far niente. En meterme en tu cama a calentarte las sábanas.

lunes, 19 de septiembre de 2011

Mi jaula de tiempo y té (II)

Cincuenta y nueve segundos después, abro la puertecilla, para no escuchar la molesta campanita que, como siempre, parecería demasiado jovial para mi casa. Nada más instalarme, la dejaba sonar y taladrar las paredes de mis tres diminutas habitaciones. Ahora ya no puedo. Odio su sonido agudo, su llamada imperiosa, como si reclamase que sacara de sus entrañas lo que había puesto a calentar. Como si, una vez cumplido su cometido, fuese mi tarea librarle de su carga. Me crié sabiendo que no tenía obligaciones; que mi destino era mío, y que nadie podría arrebatarme mi libre albedrío. Mi padre me llamó Laura porque significa “Victoria”; porque sabía que, hiciese lo que hiciese, ganaría. Y no por ser la mejor en nada, sino porque haría siempre mi voluntad. Nada ha conseguido arrancarme ese convencimiento. Nada, excepto esa dichosa campanita exigente.

Me tumbo en el sofá y me cubro con la manta, y tomo un sorbo de té demasiado amargo. Y encojo los pies como siempre, dejando un hueco donde nadie se va a sentar. Cierro los ojos, y casi puedo sentir su mano fría en mi pelo, su barba de tres días raspando mi mejilla con un beso, su olor a canela acariciándome la nariz, como cuando me ofrecía galletas recién hechas… Y decido dedicarle un momento a echarle de menos. A dejarme ahogar por esa añoranza que llevo bloqueando siete años. Pero cuando abro los ojos, su mano y su olor a galletas se desvanecen y sólo me queda un salón diminuto e impersonal y una ventana manchada de lluvia. 

Y el tic tac de cien relojes que atrapan el tiempo, que intentan controlarlo y parcelarlo, para no dejar un segundo suelto en el que pueda volver a hundirme. Miro la hora. 14:03. Momento para empezar a hacer la comida. Pero no puedo. He vuelto a los días sin segundero, a las tardes interminables montando puzles, a las notas escondidas antes de los exámenes. Al año en el que todo iba bien. El verano de mi vida.

Y no puedo evitarlo. Arrastrada por una fuerza invisible, salgo de mi casa y de mi jaula de alarmas y horarios, cogiendo una bici, un avión, un coche de alquiler, un viaje de doce horas y cien mil kilómetros a través del océano. Me fui al otro lado del mundo para escapar de los fantasmas y ahora, seis años después, vuelvo voluntariamente a encontrarme con ellos. Debo de estar loca. A lo mejor esa es la clave para encontrarle sentido a todo esto: estar loca. No entender lo que todo el mundo considera normal, para poder rozar los límites de lo sobrenatural.

Por fin, llego a mi destino. Hace un día que no duermo, que me muevo a remolque de ese impulso que desató la nota de mi padre. Siento que la cabeza me va a estallar; que la sangre no fluye, sino que se arrastra por mis venas; que las lágrimas se agolpan en las comisuras de mis párpados, pidiendo salir; que el viento me arranca la piel a tiras y me enreda los rizos, que se pegan entre ellos como betún. No me detengo. Camino con seguridad hasta la gran puerta de hierro forjado. Pero una vez ante ella, el aire se vuelve pegajoso, atrapándome, succionando mis pies como barro húmedo, intentando detenerme. Y consiguiéndolo. No puedo entrar. Una inmensa barrera de fantasmas, miedos y recuerdos se alza ante el cementerio, dejándome fuera.

Y vuelvo a caer tres mil kilómetros de golpe, vuelvo a dejarme llevar por la desesperación, vuelve el gorrión a golpear mis costillas. No visité su tumba hace siete años. No quise creer que se había marchado y pensé, con la inocencia de los niños, que si no veía cómo le enterraban, no lo asumiría. Que seguiría vivo en algún rincón de mi cerebro, y que podría pensar que estaba de viaje, o trabajando, o que se habría retrasado al ir a comprar. Cuando comprobé, un año después, que no funcionaba, me marché. Pero no había querido verla, de todas maneras. La tumba de mi padre se ha convertido en un símbolo; sé que, cuando llegue ante ella, podré aceptar y comprender su muerte. Y no puedo.

Con un suspiro, doy la espalda al muro de mis fantasmas, sabiendo que no me dejarán pasar. Que todavía hay muchas cosas que no entiendo, que cargo demasiados miedos sobre mis hombros. Y dejando que la muralla se derrumbe y se convierta en la niebla húmeda que cubre la ciudad, me alejo de los recuerdos, las preguntas y las pesadillas, de vuelta a mi jaula de tiempo y té.

viernes, 16 de septiembre de 2011

Mi jaula de tiempo y té

09:17.

Como todos los sábados, me despierto pronto para aprovechar el día. Después de tres minutos de bostezos, estiramientos y vueltas por la habitación, me dirijo a la cocina, a las 09:20, para prepararme el desayuno. Cuando a las 09:50 me meto en la ducha, pienso en lo que tenía que hacer hoy. Me sorprende no haber dejado ninguna tarea pendiente para el fin de semana, pero cuando salgo del baño, a las 10:15, ya tengo perfectamente claro a qué dedicaré el día. Desde hace unos meses, me molesta el saber que mi cuarto de sobra está desordenado. Los montones de cajas, revistas, libros y recuerdos que he ido arrinconando allí acabarán por explotar si no los ordeno pronto, y esta soleada mañana de abril parece perfecta para hacerlo. Así pues, a las 10:25, ya vestida con ropa apropiada para la tarea, me armo de valor y entro en esta habitacioncilla oscura y atestada de los restos de mi antigua vida.

Treinta minutos, dos cajas de fotos y mucha suciedad después, abro la tercera caja del montón. Esperaba encontrar allí otro cerro de imágenes descoloridas, de gente que no quería recordar y de sonrisas que ya no me pertenecían, pero el contenido de la caja es muy distinto. Cuadernos. Una docena de gruesos cuadernos de espiral, de tapas rígidas, esperan entre estas cuatro paredes de enmohecido cartón desde que yo misma las guardé ahí al acabar los exámenes de selectividad. Dudo. Estos viejos apuntes de geografía, historia, literatura, filosofía, matemáticas, ya no me sirven para nada. Hace un año y medio que he acabado la carrera, y ni siquiera en la universidad podrían haberme ayudado en algo. No obstante, comida por la curiosidad, abro uno de ellos, leyendo con avidez los conocimientos escritos con mi apretada letra de niña. Aquellos trazos todavía no habían pasado por el tamiz de la facultad de Historia del Arte, de la desesperación de coger todas las palabras del profesor, de la imposibilidad de escribir a la misma velocidad que se habla. Aquellas letras diminutas y cuidadosamente entrelazadas todavía reflejaban la calma de quien tiene mucho por vivir. Lentamente, me levanto, llevando el cuaderno conmigo y absorbiendo cada detalle de mi escritura.

Olvidada ya mi tarea de limpieza, dejo a un lado los interminables apuntes de filosofía y cojo el siguiente cuaderno. Literatura. Al acariciar el pulcro cartel que anuncia la asignatura escondida, ya sé los recuerdos que encontraré entre las tapas rojas, pero, cuando al abrirlas algo cae revoloteando al suelo, no sé qué es hasta que me agacho a recogerlo. Una pequeña rama de laurel seca, cosida a una nota manuscrita. “Volveremos a alzarnos con la victoria”. Una de tantas que había encontrado entre las sábanas, la ropa o las tazas del desayuno antes de cada examen. La última nota que mi padre, sin saberlo, me había enviado. Para cuando pude llegar a casa aquel día y tumbarme en la cama, y palpar debajo de la almohada buscando su calor, encontrando la rama todavía verde en su lugar, ya era tarde. Sus habituales palabras de ánimo se habían convertido en un mensaje de ultratumba que ahora, casi siete años después, tiene la misma fuerza de entonces.

Me tambaleo, sintiendo que el suelo se licua bajo mis pies y que me hundo hacia tres mil kilómetros de caída libre, al final de los cuales no me espera otra cosa que más vacío y una inmensa soledad. Sé que el mundo se ha parado el instante que hay entre un latido y otro, que se ha detenido cuando mi propio corazón ha intentado saltarse el segundo del dolor agudo, de la puñalada trapera de mis recuerdos enterrados. Pero el parón ha sido tan breve que nadie ha notado el desgarro en el tiempo; nadie excepto yo, que me he quedado atrapada en él. Por eso el segundo siguiente, cuando gira el mundo, me mareo por la velocidad que llevan las cosas. Caigo de rodillas entre la suciedad y el polvo que desprenden mis sentimientos caducos, sabiendo que algo no va bien. Que este pajarillo que aletea contra la jaula de mis costillas llevaba demasiado tiempo dormido como para despertar así.

Con un jadeo, dejo caer el cuaderno, que se cierra de golpe, dándole un portazo en las narices al pasado. Huyendo de esa maldita habitación y de los fantasmas que se esconden en ella, me refugio en la cocina, escuchando el tic tac tranquilizador del gran reloj. Miro el segundero y cuento, mientras se calma el temblor de mis manos. Tic, uno; tac, dos; tic, tres; tac, cuatro; tic, cinco… trescientos sesenta y cinco segundos después, sueño con la ilusión de haber consumido un año en cada respiración. Rozo la ilusión de haber enterrado el dolor y, lentamente, cojo mi taza azul y la lleno de agua fría. Rápidamente, la meto en el microondas y programo un minuto, temiendo que, si pienso lo que estoy haciendo, no le encuentre sentido. Simplemente, sé que el frío que se ha quedado conmigo no se irá con una chaqueta ni con una manta, porque está por dentro. Y lo único que se me ocurre es hacer té, por si con él consigo calentarme.


Continuará...

miércoles, 14 de septiembre de 2011

Me llamo Mermelada.

Pero a lo mejor sí que valgo para algo. Para hacer exámenes, por lo menos. Temed, madrileños, porque dentro de poco estaré poniendo en peligro las calles :P

lunes, 12 de septiembre de 2011

Me llamo Mermelada.

no tengo solución, no valgo para nada...


A veces viene bien una sesión de risa. De esa incontrolable, que te sale de los pies. Que deje secuelas. Una sonrisa para toda la tarde. Y una cita "de las de verdad". Aunque, al fin y al cabo, nos vamos a quedar al otro lado de la gente normal...

jueves, 1 de septiembre de 2011

Prefiero un buen polvo a un rapapolvo.

Prefiero querer a poder,
palpar a pisar,
ganar a perder,
besar a reñir,
bailar a desfilar
y disfrutar a medir.

Prefiero volar a correr,
hacer a pensar,
amar a querer,
tomar a pedir.
Antes que nada soy
partidario de vivir.


A mí esta canción me parece propia de un genio. Pero que cada uno opine lo que quiere, que contra gustos no hay disputas (y cada cual baja las escaleras como puede...)