jueves, 22 de agosto de 2013

Vivo agobiá.2

Que vivo agobiá ya lo he dicho, ¿no?

Una de las cosas que más me agobian es el poco, poquísimo tiempo que se nos concede. Ya no para hacer las tareas, limpiar, comprar, llevar a las niñas al colegio y cumplir con tu trabajo. Que es poco, ojo. Pero hay incluso menos tiempo para aprender a cocinar platos nuevos, leer todos los libros imprescindibles, viajar a todos los sitios que vale la pena conocer, hablar con todas las personas que tienen una conversación interesante. Tenemos muy poco tiempo para todas esas cosas que no te puedes morir sin hacer. Y lo peor es que, aunque consiguieses hacerlas todas, aún te morirías sin haber hecho otras mil más.

En dos meses, he estado en la selva, he dormido a 4000m de altitud, he recorrido la Isla del Sol de norte a sur, he estado en las misiones jesuíticas de la Chiquitanía, he visto monos araña, árboles que andan, tucanes de colores imposibles, cincuenta especies distintas de mariposas. He conocido a las personas más extraordinarias que podáis imaginar. En dos meses he acumulado más vida que en los otros veinte años. Uno podría creer que estoy satisfecha.

Pero no. Porque cuanto más conozco, más consciente soy de lo poco que conozco. En el momento en el que tacho algo de mi "Bucket list", surgen otras veinte más. 

Necesito como veinte vidas para hacerlo todo. Qué agobio.

miércoles, 21 de agosto de 2013

Vivo agobiá

Hay algo que no es difícil aprender sobre mí, y es que vivo agobiá. No soy capaz de tomarme 24 horas sabáticas y dedicarlas a no hacer nada, porque para mí incluso no hacer nada significa hacer algo. Y si pueden ser dos algos, mejor. Y si ya son tres, ni te cuento.

Sí. Vivo agobiá.

Antes vivía en un agobio insano, sin embargo. En el de correr e ir con prisas y no tener tiempo para pensar en la suerte que tienes de poder hacer todas esas cosas, porque sólo puedes hacerlas y desear tener tiempo para no hacer nada. Tiempo que, ya sabéis, dedicaría a hacer algo.

Pero existe el agobio sano. En el que, además de hacer mil cosas e ir corriendo a todas partes, lo disfrutas. Puede que tengas que llegar corriendo a una comida con amigos y marcharte corriendo también, pero la hora que pasas con ellos es de felicidad. Puede que llegues de un viaje a las cinco de la mañana y a las siete tengas que irte a currar, pero ambas cosas, el viaje y el curro, son todo lo que necesitas para mantenerte en pie. Nada de sueño ni de café, eso es de flojos y de cobardes.

Vivo agobiá. Pero, puestos a agobiarse... Disfrutemos del camino.

martes, 20 de agosto de 2013

Instinto de supervivencia

El ser humano es un animal social. Y como tal, quiere, o más bien necesita, integrarse en un grupo. Vestirnos de manera similar a los que nos rodean, escuchar la misma música o ir a ver las mismas películas no es más que un mecanismo de defensa, un truco para que la manada nos acepte y no nos expulse a la fría noche, donde los depredadores aguardan a las presas débiles y solas.

Por ello mismo, la reivindicación e incluso el potenciar la propia diferencia, no es sólo nadar a contracorriente sino ir casi pidiendo que te cacen. Yo, aunque siempre he sido mucho de instintos, había luchado siempre contra ese impulso en concreto. No soy como ellos, que decía un soñador.

Pero he descubierto que hay dos tipos de instinto de supervivencia. Está el que te anula y te convierte en un producto de la globalización, y te hace escuchar los 40 principales y ver el Top10 de la cartelera y vestir como todo el mundo y acaba haciéndote andar, hablar y hasta pensar como los otros cuatro mil millones de personas ordinarias que te rodean.

Y está el que te hace querer ser tan comprometido, tan generoso, tan amable, tan cariñoso, tan trabajador, tan fuerte, tan extraordinario como los pocos seres extraordinarios que te rodean. Ese instinto de imitación que no sólo no te anula, sino que te eleva y te hace ser mejor. Porque no imitas las menudencias superficiales, sino las corrientes profundas, los motores que acaban moviendo no las piernas, sino la vida.

Señores, los instintos están para algo, al fin y al cabo. Y yo, quiero sobrevivir.

miércoles, 7 de agosto de 2013

Alegrías que duelen

Hay cosas en esta vida que son alegrías que duelen. Como los placeres culpables. A quién no le encanta un brownie bien hecho. Ay, pero es que engorda... Ese tipo de cosas que dan tanto placer como dolor y hay veces que hasta se confunden. Aunque, afortunadamente, suele ganar el placer.

Hoy, hemos tenido tres alegrías que duelen. Hemos despedido a Diana, Briana y Jazmín, que durante dos y tres años han vivido en el Hogar Creamos y ya definitivamente se iban con sus familias. Y no cabían más sonrisas en la casa. Pero también hemos llorado todos. Los padres porque los hijos del corazón tardan en llegar y algunos, como Diana y Briana, tienen que viajar desde Cochabamba a Suiza para llegar a casa. Las mamitas que durante estos años les han querido, porque se les marchan tres hijas. Y el resto, de verles a ellos, de sentirles a ellos.

 El objetivo del Hogar está claro: alimentar, vestir, educar, cuidad y querer a niños que, por una cosa u otra, no tienen padres. Y conseguir que esos niños lleguen sanos y salvos hasta sus nuevas familias. Hoy se cumplía por triplicado ese objetivo. Pero cómo lloraban las mamitas que se quedaban atrás, con sus otros quince niños. De alegría y de pena, todo mezclado y sin distinguir.

Como muy bien lo ha definido una de ellas, alegrías que duelen.

lunes, 5 de agosto de 2013

Comfort

Leí hace unos días que "la felicidad se produce en el viaje de la incomodidad a la comodidad".

Pues, como diría el colega Schrödinger, sí y no.

Sí, porque estoy de acuerdo, la felicidad se produce siempre en el viaje. En el movimiento. En el cambio (bendito cambio). En cuanto paramos, nos estancamos, nos acomodamos, dejamos de cuestionarnos y de buscar mejorar. Está bien ser feliz con lo que tienes. Está muy bien marcarse metas posibles en lugar de ambiciones inalcanzables que sólo nos llevarán a la frustración y al desánimo. Pero está mal, fatal, conformarse. Pensar que ya has llegado a la meta y que no puedes aspirar a más. Que has tocado techo, digamos. O fondo, ya que nos ponemos.

Así que sí, viajemos.

Pero no. No creo ya que la felicidad se encuentre viajando a la comodidad.

Más bien creo que debemos caminar, correr o incluso volar hacia lo que nos resulte más incómodo.


viernes, 2 de agosto de 2013

Ítaca

Cuando emprendas tu viaje a Itaca
pide que el camino sea largo,
lleno de aventuras, lleno de experiencias.
No temas a los lestrigones ni a los cíclopes
ni al colérico Poseidón,
seres tales jamás hallarás en tu camino,
si tu pensar es elevado, si selecta
es la emoción que toca tu espíritu y tu cuerpo.
Ni a los lestrigones ni a los cíclopes
ni al salvaje Poseidón encontrarás,
si no los llevas dentro de tu alma,
si no los yergue tu alma ante ti.

Pide que el camino sea largo.
Que muchas sean las mañanas de verano
en que llegues -¡con qué placer y alegría!-
a puertos nunca vistos antes.
Detente en los emporios de Fenicia
y hazte con hermosas mercancías,
nácar y coral, ámbar y ébano
y toda suerte de perfumes sensuales,
cuantos más abundantes perfumes sensuales puedas.
Ve a muchas ciudades egipcias
a aprender, a aprender de sus sabios.

Ten siempre a Itaca en tu mente.
Llegar allí es tu destino.
Mas no apresures nunca el viaje.
Mejor que dure muchos años
y atracar, viejo ya, en la isla,
enriquecido de cuanto ganaste en el camino
sin aguantar a que Itaca te enriquezca.

Itaca te brindó tan hermoso viaje.
Sin ella no habrías emprendido el camino.
Pero no tiene ya nada que darte.

Aunque la halles pobre, Itaca no te ha engañado.
Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia,
entenderás ya qué significan las Itacas.

Kavafis