miércoles, 16 de agosto de 2017

Privilegios

No se puede decir que sea una persona atlética. Mi resistencia es escasa, mi coordinación mano-ojo prácticamente nula, hace un par de años que no practico ningún deporte regularmente y en julio me quedé sin aliento persiguiendo a un niño de tres años. Las cosas como son.

Pero me gusta nadar, y bailar, y montar en bici. Me encanta caminar por la montaña y, a mi ritmo, ir superando las cuestas, los obstáculos, las barreras que la propia naturaleza me presenta. Me encanta orientarme -a medias- por la ruta, mirar atrás y poder ver todo lo que he avanzado, quitarme la mochila y notar el viento en la espalda, que un bocadillo de jamón me sepa a cinco estrellas Michelín después de tres horas caminando, llegar a casa y darme una ducha que me deje como nueva. Tumbarme en la cama y sentir cada uno de los músculos que no utilizo normalmente.

Me encanta notar que mi cuerpo responde, que le puedo pedir que haga prácticamente cualquier cosa y sí, claro, le costará. No está acostumbrado. Pero responde, y cada músculo que se contrae cuando yo quiero es un triunfo.

Me encanta porque me hace estar agradecida. Porque mi revolución fue decir "no" a la industria cosmética, decir "no" a las tallas de ropa y a los pesos, a las imágenes de perfección inalcanzables y a los bajones de autoestima. Mi revolución fue decidir que mi cuerpo sería un vehículo, solo la realización material de mis deseos; que mis piernas serían transporte y mis brazos ayuda, mi estómago motor y la grasa acumulada, gasolina. Mi revolución fue situar mi valor como persona totalmente fuera del aspecto de mi cuerpo, para poder utilizarlo como un medio y no como un fin, para disfrutarlo y no castigarlo con dietas y con deportes que odiaba, pero quemaban más calorías. Mi revolución fue alimentarme mejor para cuidar mi cuerpo, no para hacerlo más pequeño, y practicar deporte porque puedo, no porque debo.

A veces se me olvida. A veces no me acuerdo de que soy una privilegiada, porque casi todo mi cuerpo funciona como debería, y me lleva a cualquier parte, y le puedo pedir cosas que parecían imposibles. Porque ahora trabajo con él, no contra él, y le cuido y le quiero como parte de mí misma, no como un ente extraño que se me revela. Caminar y asombrarme de la belleza, agotarme, disfrutar, llegar más lejos de lo que hubiese pensado posible, es un privilegio.

Y me encanta.

lunes, 7 de agosto de 2017

Recuerdos

Tengo doce años. Estoy en el patio del colegio con dos amigas, y dos de nosotras tenemos la espalda apoyada en la verja que da a la calle. De pronto, la niña que está mirando hacia fuera abre desorbitadamente los ojos y nosotras nos volvemos. Hay un hombre sentado en una moto, vestido entero de negro y con el casco puesto. Solo alcanzo a ver un borrón de color carne en su mano antes de salir las tres corriendo. Aunque nos reímos, nerviosas, no somos capaces de contárselo a nadie más.

Tengo trece años. Estoy metida en un foro de literatura donde conozco a mucha gente, y después de mucho hablar con un usuario sobre los libros que nos gustan y los géneros que nos interesan, creyendo que le conozco, me dice que si hablamos por MSN. En privado, me cuenta que cree que tiene fimosis y me pregunta cómo comprobarlo por sí mismo, cómo debería tocarse para averiguarlo. Cierro la conversación, le bloqueo y tardo más de tres años en volver a darle mi correo a nadie.

Tengo quince años. Voy en un autobús abarrotado y estoy nerviosa porque llego tarde a un examen de física. Hay mucho tráfico y el autobús va dando tantos frenazos que el hombre que tengo detrás me va golpeando la espalda. De pronto me doy cuenta de que los empujones no son involuntarios, y que ese bulto no es una cartera. Me muevo como puedo por el autobús, intentando alejarme de él, pero me sigue. Finalmente, exclamo "¡qué asco, joder!" y más gente le ve, pero nadie hace nada, así que me bajo una parada antes y llego sin aliento al examen.

Tengo dieciséis años. Son las siete y media de la mañana, estoy esperando al autobús, y un coche con dos o tres chicos dentro se detiene delante de mi parada y bajan la ventanilla. Pensando que quieren indicaciones, me quito los auriculares y escucho todo lo que me harían, y si quiero que me lleven.

Tengo diecisiete años. El profesor de educación física no nos deja ponernos una sudadera a la cintura cuando corremos y, el día que nos examinamos bailando chachachá, tenemos que ponernos tacones y falda corta y mover el culo mientras un señor de sesenta años nos mira.

Tengo diecinueve años. Mientras hablo con una amiga en un banco del Metro, un señor mayor se sienta a nuestro lado y nos pregunta qué estudiamos, dónde vivimos, si tenemos novio. Al final, nos pide dos besos e intenta dárnoslos en la boca. El respeto que tengo a los mayores me impide mandarle a la mierda, como deseo.

Tengo diecinueve años. Estoy con una amiga de viaje, comiendo un trozo de pizza frente al Coliseo. Un chico se sienta a nuestro lado y en un italiano macarrónico nos pregunta si tenemos novio. Mi amiga miente y dice que sí, pero yo no sé mentir y digo que no. Después de veinte minutos de conversación absurda, pues ninguno de los dos dominamos el idioma, me invita a cenar con él. Yo le rechazo. Se ofrece a buscarnos al día siguiente, y yo le rechazo. Nos pregunta si queremos conocer a otro amigo y salir de fiesta juntos, y yo le rechazo. Sigue insistiendo hasta que me invento que aunque no tengo "fidanzzato", sí estoy empezando algo con un chico en Madrid. Ahí se despide y se marcha, respetando más a mi hipotético "amico" que a mis cinco o seis rechazos.

Tengo veinte años. La niña a la que doy clases particulares me dice que su madre vendrá a buscarla al acabar, porque esa mañana, mientras iba al colegio, un hombre se ha acercado en la calle desierta y le ha tocado los pechos. Yo me trago la indignación y le digo que hoy puede estar impresionada, pero mañana ya no puede dejar que ningún hombre le impida hacer nada. 

Tengo veintiún años. Salgo de fiesta con dos amigas y los compañeros de clase de una de ellas. Casi al final de la noche, una de ellas me dice que le gusta uno de los chicos, pero no se separa de su amigo, así que bailo un rato con él, para que ella pueda hablar con el otro chico a solas. Me cae bien, pero no me atrae. Cuando intenta besarme, le esquivo y él se cabrea. Me dice que soy una calientapollas, que si no quería nada para qué bailo con él y que le "debo" algo. Me voy a casa con ganas de llorar o de matar a alguien.

Tengo veintidós años. Acabo de salir del gimnasio y voy caminando deprisa hacia casa, con mis deportivas, mis mallas y un abrigo grueso. Es casi la hora de cenar y estoy deseando ducharme y meterme en la cama. Un chico más joven que yo se cruza conmigo en la calle desierta y, sin decir nada, me toca la entrepierna. Yo le insulto y le empujo contra un coche y, aunque él se aleja riéndose, yo llego a casa deseando haber hecho algo más.

Tengo veinticuatro años. Voy caminando por la calle al lado de mi padre. No es de noche, no estoy sola, no llevo falda corta. Un chico me mira de arriba a abajo, se relame y me lanza un beso. Mi madre, que iba detrás de nosotros, se queda con ganas de decirle algo.

Tengo veinticuatro años. He quedado para tomar un helado a media tarde y me pongo unos vaqueros cortos y una camiseta pero, como sé que mi amiga vendrá arreglada de trabajar, aprovecho para lucir mis cuñas de esparto. Nada más salir a la calle un chico me chasquea la lengua como a un perro y me dice que soy una "mami preciosa".

Tengo veinticuatro años. Y me pregunto si esto va a parar algún día.