miércoles, 27 de agosto de 2014

Cicatrices invisibles

Hace un par de meses, en el campamento, estaba tendiendo y me tropecé, raspándome la pierna desde el tobillo a la rodilla. Toda esa tarde tuve la pierna amoratada y parecía que habría que amputar. Por suerte, lo único que me ha quedado es una cicatriz con forma de cuerda de pita a lo largo de toda la pierna.

Desde entonces, cada vez que me echo crema o me ato las sandalias, la veo desde arriba, oscura, enorme, afeándome el bronceado. No he dejado de ponerme pantalón corto ni vestidos porque Diosmíoquécaló, pero estaba deseando que llegase octubre y el fresquito para poder ponerme pantalón largo y dejar de verla. Me parecía que saltaba a los ojos, que todo el que me veía pensaba en qué habría hecho para tener una cuerda tatuada en la pierna.

Y entonces, fui a comprar sandalias con una amiga. Estaba paseando por la tienda y me vi reflejada en uno de esos espejos de zapatería que solo llegan hasta la rodilla. Y descubrí que mi cicatriz, vista de frente, que es desde donde la ve todo el mundo, no se veía tanto. Es más, no se veía casi nada. Se apreciaba mejor el borde de mi vestido azul, mis sandalias nuevas, mis uñas pintadas de plateado e incluso que, para lo poco que he tomado el sol, estoy muy morena.

Todos tenemos cicatrices. Por fuera y por dentro, marcas de todas esas veces que nos creímos demasiado listos, demasiado ágiles, demasiado fuertes. Todos estamos marcados y a todos nos preocupan nuestros granos, nuestro pelo encrespado, nuestro sarcasmo, nuestra inseguridad ante las cosas nuevas. Todos somos dolorosamente conscientes de cada uno de nuestros defectos. Pero, precisamente porque todos estamos preocupados por nuestras propias cicatrices, nadie se está fijando en las ajenas. Nadie te está mirando. Aunque parezca mentira, la mayoría de la gente ve mucho antes las cosas buenas y bonitas que tenemos que ofrecer. Y los ojos que vayan directos a esa cicatriz en tu pierna, no merecen mirarte.

Y todo esto lo aprendí en una zapatería. Mira tú.

sábado, 16 de agosto de 2014

martes, 5 de agosto de 2014

Tenían razón

Tenían razón, ¿sabéis? Todos ellos. Los de "Tómate Bachillerato menos en serio", los de "Selectividad es una tontería", los de "Duerme ocho horas", los de "Haz deporte a diario", los de "Da gracias por el cansancio". Todos ellos. Mi soberbia y yo agachamos la cabeza, porque soy cabezota, pero por lo menos, cuando tienes razón te la doy. Y la tenían.

Tenían razón los que decían que hay que escribir todos los días. Bueno, malo, regular. Escríbelo y léelo una semana después como si fuese de otro. Quizá te lo quedes, quizá lo borres. Pero escribe. Que la inspiración te pille trabajando. Lleva siempre un cuaderno encima, porque no sabes en qué esquina te espera un verso. Nunca avisan. No corrijas justo al acabar de leer: no te gustará nunca. Espera. Aprende. Lee a los mejores. Menos es más, excepto cuando más es más. 

Y me alegro de poder darles la razón. Me alegro de estar cansada, de dormir (casi) ocho horas a pesar de acostarme de madrugada por quedarme escribiendo. Me alegro de que me pase a diario. Por primera vez en veintiún años, me creo que acabaré esta novela. Nunca es tarde para estas cosas.

Gracias a Dios, tenían razón.