martes, 31 de octubre de 2017

Quiero, puedo y debo

El 13 de septiembre publiqué mi última entrada. El 18, tuve una entrevista de trabajo. El 19, estaba dando clase. A finales de mes, me mudé. Y la vida me comió. Los días se convirtieron en una sucesión de deberes que había que tachar de una lista que añadía tres elementos por cada uno que completaba; una lista infinita de cosas interesantes -como pensar actividades para trabajar el significado de las palabras o el Don Juan Tenorio-, de cosas tediosas -como corregir comentarios de texto-, de cosas agobiantes -como organizar el trimestre para que me diese tiempo a darlo todo-, de cosas necesarias -como limpiar mi casa o un par de viajes a Ikea-... 

Hace un mes y medio, renuncié a mis quiero, renuncié incluso a mis necesito, por el debo. Ese debo omnipotente que me reclamaba mirase donde mirase, que no me dejaba leer ni quedar con mis amigas ni ponerme al día con las series, ni por supuesto escribir. Un debo al que sobreviví solo por una altísima capacidad de organización, la paciencia inagotable de los que me rodean y un cierto modo "supervivencia" que se activa en estos periodos de mi vida y que me permite seguir adelante sin pensar en todo lo que querría estar haciendo en lugar de.

Ayer, a mitad de la tarde, dejé parados todos los debos -que cada vez son menos, según soy capaz de organizarme más y mejor en menos tiempo- y me fui a Tipos Infames, donde presentaba su nuevo cuento ilustrado Páginas de Espuma y Samanta Schweblin. Y según avanzaba la fila para que la autora me firmase el libro, pensé, ¿qué le digo? Porque odio plantarme ante un escritor, no una Almudena Grandes ni un Javier Cercas que deben firmar cien libros por hora, sino una persona que también se siente persona, y solo decirle mi nombre como si valiese más su firma que su obra.

Y entonces me di cuenta de que el primer libro que leí de Páginas de Espuma fue Siete casas vacías. Yo estaba buscando concursos de cuentos para enviar los míos, y a Schweblin le acababan de dar el Ribera del Duero. Y que ahora, que la vida me había comido, que después de escribir un libro en cuatro meses solo había escrito un cuento este año, volvían a publicar mi cuento favorito, que se independizaba por derecho propio y, además, con ilustraciones. Samanta Schweblin era como una aparición que regularmente volvía a recordarme que soy mujer, que soy cuentista, que quiero escribir.

No quiero. 

Puedo. 

Necesito. 

Y debo escribir.