sábado, 23 de febrero de 2019

Me nació la conciencia

Tengo seis años. Es el primer día que vamos con el colegio a natación. Yo llevo mis braguitas de bañador y, aunque nadie dice nada, veo a mis compañeras fijarse en mí y reírse. Cuando llego a casa le digo a mi madre que quiero que me compre un bañador deportivo completo, que me cubra el pecho que todavía no tengo.

Tengo diez años. En el recreo, una niña se me queda mirando y de repente grita, ¡Bea tiene bigote!. Cuando llego a casa me tengo que acercar al espejo para verme el vello, ligero y claro, que me crece encima del labio. Me lo afeito con una maquinilla de mi hermana, muerta de vergüenza.

Tengo unos once años y algo de tripa. Mi hermana me ve mirarla, acomplejada, y me dice que, claro, es que tengo que meter tripa. Lo hago y se queda plana, y ya no dejo de hacerlo un solo día de mi vida.

Tengo doce años y mi mejor amiga me habla de cómo ha conseguido que su madre le deje depilarse las piernas. Yo le miro su piel morena y su pelo casi invisible y cuando llego a casa le digo a mi madre que me tengo que depilar también, porque todas las niñas de mi edad lo hacen ya.

Tengo trece años y en el colegio se ríen de mí. Entre otras cosas, dicen que soy igual que Yoli, la de los Serrano. Llevo gafas, pero yo no me veo la cara tan redonda como ella, por lo menos al principio. Luego me lo empiezo a creer y cuando mi madre me propone que vayamos a NaturHouse a que me pongan a dieta, yo acepto entusiasmada.

Tengo quince años y me voy a depilar el bigote por primera vez, después del incidente con la maquinilla. Han pasado cinco años pero sigo mortificada por esa sombra de vello. Mi madre me enseña a hacerme la cera en casa y luego me dice que me depile también la parte de la mandíbula, justo debajo de las patillas. Nunca me había fijado en que ahí también tuviese pelo o en que fuese algo antiestético, pero lo hago.

Tengo dieciocho años y una amiga que hace ballet me dice que se le ha retirado la regla, el médico dice que a lo mejor está muy delgada. Dos semanas después, me dice que no puede comer pan porque está a dieta. Y yo miro mi cuerpo, tres tallas mayor que el suyo, y me quiero morir.

Una mujer aprende a odiar su cuerpo desde muy pequeña, y nunca deja de aprender nuevas razones para hacerlo. Nunca se queda sin zonas que corregir. Y este aprendizaje no es formal: nadie te dice explícitamente que tu cuerpo es feo y gordo y que debes aprender a hacerlo más pequeño, más inodoro, más delicado, más controlado.

Los mensajes llegan de todas partes y de donde menos te lo esperas. Mi madre y mi hermana me quieren con locura y, más importante, son mujeres inteligentes, formadas y conscientes de la sociedad machista en la que vivimos, y luchan activamente contra ella en su trabajo y en su casa. Y aun así me enseñaron a odiar partes de mi cuerpo, porque querían ayudarme, porque no querían que se riesen de mí y me llamasen fea o gorda. Como si eso fuese lo peor que puede ser una mujer.

Pero lo bueno es que si algo se aprende, se puede desaprender. Me ha llevado mucho tiempo saber por qué odio las partes de mi cuerpo que odio, y aprender a quererlas por lo que son: apariciones naturales, signos de que soy una persona, un animal, un mamífero; piernas que me llevan a sitios y reservas de energía y órganos que, gracias a Dios, funcionan a pleno rendimiento. Me ha llevado tiempo y energía y memoria, y tener que perdonar a quienes me transmitieron esos mensajes, porque ellas también los recibieron, y a mí misma porque seguramente se los haya transmitido a otras niñas.

Pero ese es el primer paso. Darse cuenta. Y empezar a desandar lo andado.

domingo, 3 de febrero de 2019

La senda inesperada

El año 2013 lo empecé en el hospital, con un ataque anafiláctico. Unos meses más tarde, después de pruebas en la que mi piel reaccionaba a todos los alérgenos conocidos, me diagnosticaron alergia a la proteína LTP.

La mañana después del diagnóstico me levanté antes que nadie y busqué qué desayunar. No podía tomar cereales (aunque después me dieron permiso), así que adiós a las tostadas, bizcochos, magdalenas... No podía tomar las frutas más habituales en España, y lo que es más trágico, tampoco frutos rojos. No podía tomar trazas de frutos secos, adiós al Cola Cao. Ese día lloré, sola en la cocina, porque no sabía qué podría comer en el futuro.

Así empezó la caza y captura de productos procesados sin trazas, especialmente chocolate, una búsqueda infructuosa que me llevó a intentar seguir una receta de brownie con cacao (el cacao en polvo puro no tiene trazas, gracias a Dios). Después de un mes sin probar mi comida favorita, con tanto mono y frustración que tenía ganas de llorar cada día después de comer al no poder acabar con mi onza de chocolate normal, aquel brownie me supo a gloria.



Aquel diagnóstico comenzó un camino de leer etiquetas, rechazar platos en restaurantes, buscar marcas que tuviesen en cuenta las alergias, entender mejor el funcionamiento de mi sistema inmune y de tomar vacunas que, finalmente, consiguieron que mi nivel de tolerancia al alérgeno llegase al máximo. Ahora hace tres años que puedo comer de todo, pero todavía recuerdo bien qué alimentos tienen trazas, lo difícil que es evitar la contaminación cruzada, y lo difícil que lo tienen los diabéticos, celiacos y alérgicos que por mil razones no pueden curarse de sus intolerancias.

Pero además de mi nueva apreciación por mi cuerpo y mi privilegio, esta alergia me deja la repostería. He aprendido mucho desde aquel brownie hecho por necesidad y desesperación. La mezcla de gozo y alquimia que es sacar un bizcocho del horno y convertirlo en el centro de una celebración no puede compararse con otras alegrías en mi vida. Educar a un niño, estudiar mi tesis, viajar por el mundo, escribir un cuento, me enriquecen y me hacen feliz, pero hornear tiene un resultado que se ve, se toca y se saborea, que está delante de ti desde el momento en el que abres el horno. Muchas cosas parecen inútiles, su objetivo perdido en un futuro hipotético, pero hacer una tarta es material e inmediato. Es magia, es ciencia y es un subidón de autoestima.

No de todo lo malo sale algo bueno. No todo tiene un porqué. Pero quizá sin la necesidad de hacer mi propia bollería, no habría encontrado esta fuente de felicidad. Si no hubiese seguido este camino que mi alergia me abría, al cerrarme todos los demás, no hubiese llegado hasta aquí. Gracias, querido y defectuoso sistema inmune, por este regalo.