Querido año 2014, he de concederte que no has sido el peor año de mi vida. Tampoco el mejor, eso tenlo por seguro. Me han faltado tantas cosas que tardaría menos en decirte lo que no me has quitado.
Pero me has hecho el mejor regalo que, a pesar de todo, podías hacerme. Me has dado trescientos sesenta y cinco días completos, cada uno con sus veinticuatro horas. Me has dado todo ese tiempo para aprender, para crecer, para coger todas las oportunidades de ser más y mejor que se han cruzado en mi camino. No ha sido fácil, pero al fin y al cabo, ¿a quién no le gusta un reto?
Y me has devuelto las letras, las que perdí hace tantos años. Todo un alfabeto que me sale a borbotones cuando menos tiempo tengo que perder, para ganarlo.
Y me has traído Libertad. Y libertad. Libertad, en todos los sentidos.
Me has dejado sola para poder descubrir que, me guste o no -y me gusta-, siempre camino acompañada.
Me has tirado días de llorar y semanas de reír y meses de hacerlo todo junto y, ¿quién se lo hubiese creído si se lo contaran? Por eso hay veces que no bastan las palabras. Aunque nos empeñemos en hablar, porque ha sido también un año de no quedarme callada. Y queda todavía mucho por decir.
Menos mal que vienes tú, 2015. Y, la verdad, no sé si decirte que te comportes o que, venga, vamos a por el más difícil todavía. Enséñame todavía más cosas. Dame la vuelta, que ya no sé dónde quedaba el cielo y dónde el infierno. Empújame hasta el borde, que ya decidiré yo si quiero saltar. Aunque, la verdad, sí quiero. Lo quiero todo y lo quiero ya. Vamos a volar desde cualquier precipicio.
Soy una persona nueva, lista para empezar un año nuevo. Por eso, y a pesar de todo, te despido con cariño, DosMilCatorce. Tanta paz lleves como guerra has dado; pero no te dejes nada por aquí, que de acertar no aprende la gente.
Bienvenido, DosMilQuince. Tengo muchas expectativas puestas en ti.
Se van muriendo uno tras otro como en las películas de náufragos o de aviones estrellados en neveros incógnitos. Sucumbió el portero de fútbol catequístico y el bailarín de valses bajo la luz periódica de un faro y el estudiante que sueña un verano arqueológico en Egipto y el insensato que sufre por unos ojos que eran una sucursal del Cantábrico y el posible profesor de español en Colorado. Ahora está agonizando -es evidente- el aspirante a gran poeta y no vivirá mucho el montañero que conoce por sus nombres
todas las aguas de Belagua y Zuriza. No sé cuáles serán los supervivientes definitivos, los miguel d′ors que lleguen a la última secuencia -que según los antiguos es el paso de un río-, pero le pido al Cielo que en aquel grupo esté, por favor, el muchacho que una tarde, mirándote mirar el escaparate de la librería Quera en la calle Petritxol de Barcelona, empieza a enamorarse de ti como un idiota.
No tengo seguridades. Inseguridades, todas las que pida. Las vendo, las dono, las envuelvo para regalo. ¿Cuántas quiere? Porque las doy gratis. Inseguridades, las que pida. Pero seguridades, no me quedan. Se me han consumido todas, y es que a lo mejor las compré demasiado pronto. Con veinte años no es momento de tener seguridades. Puede que con ochenta tampoco, pero desde luego con veinte no.
No tengo seguridades, y no estoy segura de si caducaron o fueron un timo desde el principio. Estaba segura de saber quién era yo. Cómo puede alguien equivocarse tanto. Estaba segura de saber quiénes eran otras personas. Eso sí que fue un error catastrófico. Tenía seguridades para la casa, el coche, la familia, la vida. Pero ya no me queda ninguna.
Ahora tengo un cajón desastre lleno de todas las identidades que tengo que encajar en mi persona, todos los sueños que tienen que caber en una sola vida, todas las cosas a las que voy a tener que renunciar por todas esas cosas que no quiero ni puedo perder. Tengo armarios llenos de todos los espíritus, pasado, presente, futuro y alternativo, que dice que a ver cuándo le hago caso y empiezo a cambiar mi vida. Tengo pilas de apuntes de todas las lecciones que no se aprenden en clase. Tengo estanterías repletas de todas las opciones posibles y, como con los libros, no sé cuál coger.
Tengo muchas cosas, ya lo ve. Pero no seguridades. Ni para mí, ni para nadie. Puedo mirar en la entretienda pero, ya le aviso, es muy pequeña. No creo que ahí quepa nada tan grande. Así que, lo siento, seguridades de la talla que busca no me quedan. Vuelva después de las rebajas, a lo mejor hemos recibido algo.
La tristeza es como verte atrapado en mitad de una tormenta cuando tienes cosas que hacer. La vida está esperándote, pero en ese momento solo puedes ocuparte de tus libros mojándose y tus pies calados y el pelo pegándose a tu cara y metiéndose en tus ojos. Estás empapada y no parece que vayas a secarte nunca. Y durante todo el tiempo que dure la tormenta, la tormenta será todo en lo que puedas pensar.
Pero la melancolía es como ver llover desde la ventana. Ves el agua, podrías tocarla. Pero no lo haces. Es la oportunidad de disfrutar de la tristeza, de maravillarte ante su absoluta y destructora belleza, sin que ella llegue a ahogarte.
La literatura nos da la oportunidad de explorar todas esas opciones que por ética, por religión, por amor, por odio, por miedo nunca nos atreveríamos a pisar en la vida real. Y ayer yo, que tengo que salir de la habitación si mi padre está leyendo un trabajo mío, me puse encima de un escenario, cogí un micrófono y leí. Hay que dar las gracias a la literatura por estas oportunidades.
Quince minutos en el cementerio
“Tus
manos son mi caricia / mis acordes cotidianos”… tengo que escribir a Laura.
Me encanta este verso, “te quiero porque
tus manos / trabajan por la justicia”. Madre mía, no llego. ¿Qué hora es?
No, claro que no llego. “Te quiero
porque”… ¿Y ahora esto por qué se para? Últimamente el tren va fatal, menuda
porquería. Debería intentar el bus, pero claro, a ver quién es el listo que se
come el atascazo todas las mañanas, porque por mal que vaya el tren… Esto me
pasa por maquillarme y, total, ¿para quién? Para nadie. Esta tarde ni me peino.
Paso. “si te quiero es porque sos”,
no, en serio, ¿cuánto tiempo vamos a estar aquí parados? ¿Dónde estamos? Ni me
había fijado en esta parte de la estación, siempre leyendo… No sabía que aquí
tenían trenes. ¿Esos trenes funcionan? No parece. Tienen veinte, veinticinco
años, por lo menos. No son tan antiguos, simplemente parecen… Cansados. Trenes
cansados y estropeados, con las esquinas desgastadas y redondas… Fíjate, aquel está
lleno de graffitis. ¿Los limpiarán y
volverán a usarlos, o ya se quedan ahí, para siempre? Están de obras, cómo lo
sabía, por eso llevamos aquí diez minutos parados. En este vertedero de trenes.
No, no es un vertedero. Los tienen ahí, a la vista de todos. Como diciendo,
“mirad lo que nos pasa cuando os bajáis y nos quedamos aquí”. Es triste. Es
como… Como un cementerio. ¿Qué me pongo esta tarde? ¿Pantalones? Debería, porque
no estoy depilada y las medias solo tapan hasta cierto punto. Pero qué
pantalones, he ahí la cuestión. ¿Nos movemos? Hoy a primera hora ya no entro.
Total, ya me odia, encima no voy a interrumpir. Mira, mejor, así voy a la
biblioteca. ¿Tendrán el libro ese…? ¿Cómo se llamaba? Igual no debería ir a
clase. Puede que hoy no fuese el día de intentar hacerlo todo, igual debería
haber ido… No, eso sí que hubiese sido un canteo. Hola, qué tal, traigo magdalenas.
No, mira, mejor sigo con mi vida, y esta tarde pues me presento allí, y… y… Y
ya veré lo que hago. ¿Podré coger el coche? ¿Se podrá aparcar? Como llueva no.
Últimamente llueve a todas horas, pero nunca me pilla fuera. Salgo del metro y,
qué gusto, el aire está limpio y huele a tierra mojada, parece que el mundo se
ha dado la vuelta mientras tú estabas ahí abajo, como si en vez de volver a
nacer tú, renaciese la ciudad. Mejor le digo a papá que me lleve. La americana
negra con los pitillos. O el jersey rojo. No, el jersey rojo no, no se puede ir
a un entierro de rojo, aunque te alegres. Qué bestia, cómo voy a alegrarme de
que se haya muerto, vamos, solo faltaba. Una cosa es… Que no, qué bruta puedo
llegar a ser. Total, jersey rojo no. ¿Lloraré? No creo. Igual al verle… Creo
que no voy a entrar. Me quedo en la biblioteca. Aunque si no consigo
concentrarme, mal, pero si me concentro igual es peor. ¿Debería alisarme el
pelo? Quita, que seguro que luego llueve. Debería estar con gente. Sí, mejor.
Me voy con estos, seguro que convenzo a alguien de ir a la cafetería aunque
sea, y voy a no hablar de ello en todo el día. De todas maneras, ¿cómo se puede
explicar algo así? ¿Cómo se explica algo que no entiendes? ¿Quién lo entiende? A
ver si arranca de una vez. Estos trenes muertos son como tumbas de historias. Alguien
ha mirado desde esa ventana igual que yo, preocupado porque llegaba tarde, o
muerta de ilusión porque iba a recoger a su novio al aeropuerto… La gente vive
cosas increíbles en los trenes y cuando dejan de sernos útiles, los dejamos en
cualquier vía y nos olvidamos de ellos, los dejamos donde no molestan, a la
vista de todo el mundo, sin tener ni la decencia de cubrir sus cuerpos
escacharrados. Puede que yo conociese a Micah en uno de esos trenes y que los
esté mirando sin saber que fueron el primer paso en… todo esto. “Lo siento”.
Pero no lo siento. “Siento que esté muerta”. Eso sí lo siento. “Siento que
tengas que pasar por todo esto y que tengas que hacerlo solo”. Más cerca. Lo
siento… Mataría por un café. No, no mataría. Nadie mataría. Pero necesito
mantenerme despierta, porque si me duermo ahora… ¿Cómo de pronto es demasiado
pronto para tomar una cerveza? ¡Fundamentos
neuropsicológicos del lenguaje! Pero no lo van a tener. A no ser que haya
ejemplares que no se prestan. ¿Aquí llega el 3G? No, pero hay cobertura. Qué
raro. ¿Debería llamarle? ¿Y si lo coge su madre? ¿Quién soy? ¿Sabrá quién soy?
¿Cuánto ha contado en casa? No. Mejor directamente en el cementerio. O un
correo. Un correo estaría bien, “¿Cómo estás? Dímelo sinceramente, porque me
estoy volviendo loca, no creo que seas capaz de hacer una cosa así, pero
tiempos desesperados, no puedo mantener un secreto así y…”. No. Un correo
tampoco. Si ahora empezase a llover, quizá se limpiarían los vagones menos
viejos, los que están cubiertos de un polvo que todavía se puede derretir. Y
caerían cataratas de barro por las ventanas como si estuviesen llorando. Ojalá
lloviese y así nadie podría notar que estoy llorando. Aunque el caso es que no
estoy llorando y a lo mejor ya no lloro nunca más. Parece mentira que hace un
par de años no supiese lo bonito que es el acento de Sussex. Y nunca se lo he
dicho. Quizá pueda empezar ahora a decirle todo lo que no le he dicho antes.
Algunas cosas podría ahorrármelas, claro. “No te cases”. “No le regales ese
anillo, es el que me gustaría a mí, no a ella”. “Desde cuándo el amor es un
compromiso y no una promesa, y no te creas que son lo mismo porque…” Pero él lo
sabía. Lo sabía, y por eso… ¿Tendrán el ataúd abierto? ¿O es algo de las
películas americanas? Si lo tienen abierto, ni me acerco. Aunque si lo tienen
abierto es porque se la reconoce, ¿no? Espero que no sufriese, por lo menos. ¿Ella
lo sabía? Espero que no, pero creo que sí. Sí, seguramente sí. Nadie está tan ciego.
Venir para acabar en un hit and run… No
tenía que haber sido así. Nada que empiece así puede acabar bien. Tengo que
regalarle algo. Qué absurdo, ¿no? “Oye, tu novia a la que no querías pero con
la que te ibas a casar ha muerto, toma, un…” ¿Qué? ¿Dos litros de helado? ¿Una
película? ¿Cuál es el protocolo? Imagine
me and you, I do, I think about you day and night, it’s only right…Debería habérsela recomendado antes de
todo esto. Ahora ya… Tengo que comprar ropa interior nueva, la mía está ya
hecha un asco. ¿Qué? ¿Cómo he llegado hasta ahí? Hit and run, sangre, ropa interior, vale. Qué asco. A ver si me
paso por el centro. ¿Sabrá que siempre quedan pruebas? Siempre. Se ha visto
todas las temporadas de CSI, tiene que saberlo. Pero aunque no lo sepa, nadie
lo está investigando, ¿no? Se supone que estaba en Salamanca… Oye, ¿estabas en
Salamanca el día que atropellaron a tu novia justo al lado de tu casa? Nadie
pregunta eso. ¿Cómo se pregunta eso? Pero si no se lo digo yo, ¿quién? Eso, si
no yo, ¿quién? Quién le enseña las librerías de viejo, quién le lleva al Museo
del Prado, quién le invita a sus primeras bravas. Parecía recién llegado de
Marte, no de Inglaterra. Con su nombre de extraterrestre y su sonrisa, tan… Se
lo tendría que decir, sí. ¿Qué has hecho, Micah? ¿Hasta dónde eres capaz de
llegar? “mi amor mi cómplice y todo / y
en la calle codo a codo”. Solo a mí se me ocurre leer a Benedetti en un día
como este. Y encima, no llueve. Quizá es para mejor. Haga lo que haga, alguien
va a salir herido, pero no pensaba que lo decía tan literalmente. Seguramente
no deba ir. Que se vaya con más paz de la que vino, y ya después… Ya después
desenredaremos lo que vamos a hacer. Nunca es demasiado pronto para tomarse una
cerveza. Me la voy a tomar, y luego otras cinco o seis, y luego las que caigan,
y me voy a ir a casa a dormirla porque es lo mejor que puedo hacer. Ni tacones,
ni medias, ni pésames que no sé ni cómo dar. Una borrachera y llorar viendo Imagine Me and You. ¿Qué estoy haciendo?
¿Qué hago metida una hora en un tren para acabar atascada en esta estación
inmensa que se usa también como cementerio de trenes? ¿Qué sentido tenía hoy
salir de la cama? Hoy, o los últimos nueve meses, ya que estamos. ¿Qué estoy
haciendo? ¿Qué estoy haciendo? ¿Qué has hecho, Micah? Nothing, nothing at all… Ya arrancamos. Por fin. Mira, gotas. Ojalá
el diluvio universal, aquí y ahora, y carreras de agua por la ventana. Para
abajo, para abajo, que aunque todo lo que sube baja, seguramente no todo lo que
baja sube. ¿Qué estoy haciendo? Nothing
at all.
Se hace saber que el miércoles 10 de diciembre (séase, hoy) en la Fnac de Castellana (metro Nuevos Ministerios) una servidora está invitada a leer en el ciclo de relatos Cuéntame un cuento. Me hace una ilusión loca, como ya comprenderán, voy a leer un relato totalmente inédito (menos para mis papás, que son el control de calidad primario) y están todos invitados a verme ponerme muy nerviosa por codearme con otros escritores más dignos, con editores y en fin, con gente del mundillo del que algún día querría formar parte.
Va a estar bien. Se puede presumir de ser personas sabias y cultivadas que van a actos culturales y beben gintonic (porque también hay cafetería, que no nos falte de nada).
Que a veces, ante ciertas situaciones, no vale la pena hacer otra cosa que reírse.
Que hay que cantar canciones del verano cuando esté nublado.
Que hay personas por las que vale la pena llorar, y personas por las que no. Y personas que serán ambas al mismo tiempo.
Que reclamar cosas necesarias para tu salud mental, física o emocional no es egoísta.
Que el chocolate es imprescindible, pero puedes vivir sin él.
Que los vestidos y el pintalabios rojo no definen quién eres, solo cómo te vistes.
Que parar un minuto y respirar hondo cuando no tienes tiempo, no te hace perderlo sino ganarlo.
Que ser feminista no es actuar como un chico, sino actuar como te dé la gana, cogiendo lo mejor de ambos estereotipos. Que esa actitud de "yo no soy como las demás chicas" es de hecho más machista que otra cosa.
Que ser escritor no consiste solo en escribir.
Que los números son solo números, pero las letras también son solo letras.
Que hay más formas de enamorarse de las que podrías imaginarte.
Que nunca vas a conocerte a ti mismo completamente, pero el descubrimiento siempre será emocionante.
Que el modo aleatorio es la mejor manera de descubrir qué música necesitas hoy.
Que en el Carpe Diem es tan o más importante la parte de Carpe como la de Diem.
Que todo esto no lo podías haber aprendido antes, porque lo importante no ha sido que llegases sino cómo has llegado. Que crecer y aprender es un viaje y, aunque puedes ir acompañada, nadie va a caminar por ti. Por gracia o por desgracia, nadie aprende en cabeza ajena. Y, sobre todo, que estas son solo algunas cosas, pero que seguirás aprendiendo. Y siempre desearás que alguien te lo hubiese dicho antes, aunque por supuesto no habrías escuchado.
La gente te ha advertido que no te enamores. No les hagas caso. Enamórate, absoluta, arrebatadora, catastróficamente. Enamórate como si nunca te hubiesen hecho daño, como si no fuese peligroso. Deja que te rapten sus ojos, que te destroce su sonrisa, que una canción te ponga alas de cera. Arriésgate a volar tan cerca del sol que te precipites al abismo. Desafía a los dioses. Conviértete en uno de ellos.
Enamórate, no lo dudes. Quédate sin aire en los pulmones y sin sueño en las pestañas. Llénate las manos de su nada. Tampoco tú tienes mucho que ofrecerle, pero vacíate en sus dedos. Disfruta de ser mirada como la primera mujer que holló la tierra.
Enamórate, lo digo en serio. No permitas que el miedo te paralice, nunca vale la pena. Cómele la boca como si se os fuesen a acabar los besos, enrédate en su espalda, consumíos en el mismo fuego.
Enamórate y dale el poder de hacerte invisible solo con no mirarte. Confía en que no lo hará, pero no te arrepientas cuando pase. Enamórate y deja que su huracán te lleve por los aires. Enamórate sin fisuras y deja que sea él quien te rompa. Hazte entera de lágrimas, pero no llores por él. Desgárrate por dentro y por fuera, no recojas las esquirlas, deja que se esparzan por el suelo y, de rodillas, míralas brillar.
Ahora que ya no te mira, puedes ser humana de nuevo.
"Echo de menos el instituto. Hace unos años éramos más felices. Yo cada vez me siento más sola en general, por eso echo de menos el bachillerato. Ahí yo era feliz, la verdad. Me acuerdo de pensar y decirme a mí misma 'no cambiaría nada de mi vida'. Era feliz, tal cual".
A veces, oigo estas cosas y me da por pensar que quizá sí es cierto que todo tiempo pasado fue mejor. Que la vida solo va cuesta arriba, que cada vez se hace más difícil. Quizá debería haber disfrutado más de los años previos a Selectividad.
Pero, ¿la verdad? Esos momentos son muy, muy momentáneos. Y afortunadamente muy, muy pasajeros.
La vida va cuesta arriba, no lo niego. La vida cada vez es más difícil, más compleja y sí, a veces hasta más solitaria. Ya no basta con presentarse día a día al colegio y ver a tus amigas, y hacer los deberes y estudiar el día de antes y ser, en el buen sentido de la palabra, buena. Ahora hay que currar. Hay que estudiar desde el primer día, o desde antes si se puede, aunque qué alegría vivir en estos pronombres. Hay que pasar fines de semana enteros sola, para a la semana siguiente tener tres días seguidos de fiesta. Hay que tomar decisiones difíciles, decisiones dolorosas, decisiones que no por ser correctas van a ser lo mejor ni para ti, ni para el otro.
La vida cada vez es más difícil, cómo negarlo. Pero también más rica. Somos más mayores. Hemos visto más cosas. Hemos viajado más lejos. El año pasado estuve en la ciudad más alta del mundo, ¿quién dice que un día no mandaré postales desde Saturno? Han pasado los años y sabemos más cosas, de nosotras mismas y del mundo de ahí fuera. Por eso todo parece más complicado. En realidad, es solo el presente.
El pasado nos parece más fácil porque ya lo hemos superado. Este reto lo tenemos todavía entre las manos. Pero, qué queréis que os diga, es apasionante.
Emerjo rápidamente desde el dolor y la inflamación (nunca os quitéis quirúrgicamente dos muelas del juicio, madrecita qué días más malos he pasado...) para comentar que, por si alguno no se ha dado cuenta, he hecho algunos cambios en la barra lateral. No son grandes, pero os lo voy a contar anyway porque me apetece. Y yastá.
Primero, el enlace a Twitter ha cambiado. En un principio abrí una cuenta diferente para este blog, pero me supuso demasiado esfuerzo mantener ambas porque, en fin, soy vaga. Básicamente. Así que os enlazo a mi cuenta personal, que os aconsejo no seguir si no queréis conocerme más de lo que deberíais.
Segundo, el enlace al ciclo Cuéntame un cuento al que, como ya os conté, os invito el 10 de diciembre para verme a mí, y el resto de días para ver a gente mucho más interesante. El miércoles viene Eloy Tizón, mi cuentista español favorito de todos los tiempos y amén. Podréis verme croquetear por toda la Fnac de emoción por volver a verle.
Y tercero y más importante, en Entradas a domicilio os doy la oportunidad de introducir vuestro correo y recibir un mail cada vez que haya una entrada nueva. Por alguna razón que no comprendo, hay gente que se ha quejado de la regularidad con la que actualizo, así que he pensado que os facilitaría la vida. Y a mí me haría mucha ilusión.
El resto sigue todo igual. No ha sido una entrada muy emocionante, lo sé. Lo siento. La vida me supera. (Gracias, mamá, Tania y las otras dos personas que seguirán visitando este blog) Prometo algún escrito decente para la próxima semana.
PD: También he cambiado mi foto de perfil. Es de Londres. No sé si se nota, pero me gusta Londres. (¿Dos viajes en menos de tres meses? Whaaat?... Sí. Yo. Culpable.)
¿Quién te llama ahora? ¿A qué sabe tu nombre, a quién se le deslizan esas cuatro letras por la lengua? ¿Quién te besa?
Hoy me he acordado de ti, no sé por qué, y he salido a caminar.
La luna estaba creciente y yo llevaba tacones. Solo se oían, con una sirena de fondo, mis pasos. Qué difícil caminar sin un perro enredado en tus tobillos.
Hoy he pensado en ti, no sé por qué, y me he ido.
Y cuando he vuelto, la casa estaba a oscuras y sola, y he pensado qué pasaría si me esperase en la cama tu boca. Como aquellas veces.
Hoy me he acordado de ti, no sé por qué.
Y me ha salido una poesía, como siempre.
Y aunque me he acordado de ti sin saber por qué, me he dado cuenta de que ya no me acuerdo de tu risa. Era la risa más importante del mundo y ya no sé cómo sonaba. Tampoco me acuerdo de tu voz, ni de tus manos, ni de tu boca ni de tu espalda. Me he acordado de ti, no sé por qué, para darme cuenta de que ya no me acuerdo.
Lo bueno de ser joven es que las cosas nuevas no son una pérdida de tiempo ni un esfuerzo inasumible. Las cosas nuevas cuando tienes veintiún años son una oportunidad. Siempre. ¿Debería coger esta clase particular? Sí, puede ser una oportunidad para aprender. ¿Debería intentar hacer estas prácticas? Sí, es una oportunidad para asomarme al mercado laboral. ¿Debería hacer este curso? Sí, es una oportunidad para ver como trabaja el Instituto Cervantes.
Todo es una oportunidad si quieres que lo sea. Y a veces, las oportunidades son únicas e irrepetibles y, aunque es posible que no saque más que una experiencia divertida y emocionante de todo esto, el caso es que se me ha presentado la oportunidad de leer uno de mis cuentos en la Fnac. Delante de gente. Con mi nombre en el programa y todo. No digo que la gente vaya a ir a verme porque, claro, no les sueno. Pero estoy ahí.
Y os dejo la información de todo el ciclo porque, si sois tan frikis como yo, os interesarán todas las sesiones y no solo la mía. Yo estaré allí, eso seguro.
No sé si alguno habéis hecho spining, pero creo que esta sensación se aplica prácticamente a cualquier deporte con el que te quieras torturar. El caso es que se empieza con un calentamiento suave y poco a poco, empieza a subir la intensidad. La resistencia de la bicicleta, la velocidad a la que corres, el peso que levantas. Hasta que llegas a un punto que crees que es tu máximo, que vas matada. Ya no puedes más. 100%. Y entonces, el monitor barra torturador te dice que lo subas un poco más. Y tú, que eres tonta barra masoquista barra muy atlética, subes la resistencia o la velocidad o el peso. Ahora sí que has llegado al máximo. Te estás muriendo. ¿Es ese tu pulmón, que se arrastra por el suelo pidiendo piedad? ¿Tus pulmones no deberían estar dentro de tu cuerpo? ¿Está bien que se te escapen órganos internos?
Pero después de lo que parece una eternidad, la música baja el ritmo, tú bajas la intensidad. Y aunque has vuelto a lo que diez minutos antes creías que era tu máximo, ahora sabes que no lo es y ya no te estás muriendo, sino que pedaleas feliz cual protagonista del remake de Verano Azul. No silbas, porque tus pulmones siguen en el suelo, pero sabes que este no es tu máximo. Tu máximo, cuando ya no puedes más, cuando se te van las fuerzas y las entrañas literalmente a los pies, está un poco más arriba. Y seguramente si en ese momento te pidiesen que subieses la intensidad un poco más y por alguna razón lo hicieses, descubrirías que ese tampoco era tu máximo.
Hace un par de años, creí que había llegado al máximo nivel que cualquier ser humano puede resistir, física y psicológicamente. Estaba agotada. Se me escapaban los órganos internos. Aquello solo podía ir a mejor. Me equivocaba. El año pasado fue más duro. Me pidió mucho más. Estaba al máximo. Iba matada. Ahora he vuelto a bajar el ritmo y, aunque mis pulmones están por el suelo y mi cerebro me pide a diario que le dé las suficientes horas de sueño, si no es mucho problema, sé que puedo dar más. Siempre se puede dar más. Tu máximo siempre es relativo. Siempre es un poco más de lo que estás dando.
La belleza física está, sorprendentemente, en el físico. A quién no le gusta un pelo maravilloso, unos ojos fascinantes, una sonrisa contagiosa, un cuerpo de escándalo. Quién vería a esa persona, esa persona que es tan tu tipo que parece que la hayas dibujado tú, y piensa, "Uy, no, es demasiado guapo/a, que ni se me acerque". A ver, quién. Porque yo no.
La cosa es que la belleza física, a pesar de ser exterior, está dramáticamente ligada al interior. Por eso podemos enamorarnos locamente meses o incluso años después de conocer a alguien. Por eso conoces a alguien y piensas, "Bueno. No está mal". Y de pronto su carácter empieza a filtrarse a través de sus poros y de su voz y sus sonrisas y sus ojos. Sus rasgos cambian, aunque sean los mismos. Y de pronto esa persona es la más atractiva que hayas tenido la suerte de cruzarte. Conoces sus pequeñas manías y sus grandes obsesiones, por qué se ríe y por qué llora, qué quiere decir detrás de esas bromas tontas, con qué sueña cuando no le ve nadie y sobre qué le miente a la gente. Conoces lo que hay detrás de esa persona que "no está mal" y todos esos detalles maravillosos se le tatúan en la cara. Que es la misma, pero no.
La belleza está en el exterior, esto es cierto. Pero, afortunadamente para nosotros, la belleza interior la sobrepasa en tantas ocasiones que casi sería cierto decir que la belleza está en el corazón.
He hecho un descubrimiento. Un hecho simple pero que cada vez tengo más claro. Esta mañana, he salido tarde de casa; quería dejar todo recogido porque a mi madre la han operado de la muñeca y no podría dejarlo todo como a ella le gusta. Curiosamente, todos y cada uno de los transportes públicos que he cogido hoy ha llegado según entraba en el andén y no he llegado tarde, al final. Esta tarde, he dejado de adelantar cosas para clase, y no os cuento cuánto debería haberme quedado estudiando, para irme con mis niños de Labouré. Y estando con ellos se me ha pasado la migraña que llevaba arrastrando todo el día.
Mi descubrimiento es simple. Cuando haces algo bueno, algo genuinamente desinteresado; cuando a cambio de una acción solidaria no esperas ni siquiera que alguien te dé las gracias, algo bueno viene a cambio. No es karma (entre otras cosas porque el karma actúa entre vidas y no automáticamente, pero discutamos luego sobre religiones orientales), es puro equilibrio universal. Cuando te desprendes de algo, ya sea ropa, tu tiempo o tu esfuerzo, algo tiene que venir a llenar ese vacío. El universo no puede permitirse espacios vacíos, así que pone en tu camino trenes puntuales, niños amorosos y bolsos de cuero a 5€.
No es que se necesiten razones para ser filántropo, solidario y desinteresado. Repito que estas repercusiones positivas solo se dan cuando no esperas nada a cambio: el agradecimiento o la propia satisfacción personal, o simplemente dar solo lo que te sobra, ya llenan el vacío. Pero, por si acaso alguien necesita razones... Esa es una. Contribuyamos al equilibrio del universo.
Hace un par de meses, en el campamento, estaba tendiendo y me tropecé, raspándome la pierna desde el tobillo a la rodilla. Toda esa tarde tuve la pierna amoratada y parecía que habría que amputar. Por suerte, lo único que me ha quedado es una cicatriz con forma de cuerda de pita a lo largo de toda la pierna.
Desde entonces, cada vez que me echo crema o me ato las sandalias, la veo desde arriba, oscura, enorme, afeándome el bronceado. No he dejado de ponerme pantalón corto ni vestidos porque Diosmíoquécaló, pero estaba deseando que llegase octubre y el fresquito para poder ponerme pantalón largo y dejar de verla. Me parecía que saltaba a los ojos, que todo el que me veía pensaba en qué habría hecho para tener una cuerda tatuada en la pierna.
Y entonces, fui a comprar sandalias con una amiga. Estaba paseando por la tienda y me vi reflejada en uno de esos espejos de zapatería que solo llegan hasta la rodilla. Y descubrí que mi cicatriz, vista de frente, que es desde donde la ve todo el mundo, no se veía tanto. Es más, no se veía casi nada. Se apreciaba mejor el borde de mi vestido azul, mis sandalias nuevas, mis uñas pintadas de plateado e incluso que, para lo poco que he tomado el sol, estoy muy morena.
Todos tenemos cicatrices. Por fuera y por dentro, marcas de todas esas veces que nos creímos demasiado listos, demasiado ágiles, demasiado fuertes. Todos estamos marcados y a todos nos preocupan nuestros granos, nuestro pelo encrespado, nuestro sarcasmo, nuestra inseguridad ante las cosas nuevas. Todos somos dolorosamente conscientes de cada uno de nuestros defectos. Pero, precisamente porque todos estamos preocupados por nuestras propias cicatrices, nadie se está fijando en las ajenas. Nadie te está mirando. Aunque parezca mentira, la mayoría de la gente ve mucho antes las cosas buenas y bonitas que tenemos que ofrecer. Y los ojos que vayan directos a esa cicatriz en tu pierna, no merecen mirarte.
Tenían razón, ¿sabéis? Todos ellos. Los de "Tómate Bachillerato menos en serio", los de "Selectividad es una tontería", los de "Duerme ocho horas", los de "Haz deporte a diario", los de "Da gracias por el cansancio". Todos ellos. Mi soberbia y yo agachamos la cabeza, porque soy cabezota, pero por lo menos, cuando tienes razón te la doy. Y la tenían.
Tenían razón los que decían que hay que escribir todos los días. Bueno, malo, regular. Escríbelo y léelo una semana después como si fuese de otro. Quizá te lo quedes, quizá lo borres. Pero escribe. Que la inspiración te pille trabajando. Lleva siempre un cuaderno encima, porque no sabes en qué esquina te espera un verso. Nunca avisan. No corrijas justo al acabar de leer: no te gustará nunca. Espera. Aprende. Lee a los mejores. Menos es más, excepto cuando más es más.
Y me alegro de poder darles la razón. Me alegro de estar cansada, de dormir (casi) ocho horas a pesar de acostarme de madrugada por quedarme escribiendo. Me alegro de que me pase a diario. Por primera vez en veintiún años, me creo que acabaré esta novela. Nunca es tarde para estas cosas.
"Me gustó más el libro que la película" es una firmación absurda y, además, tristemente asociada a ratones de biblioteca y otros culturetas. No puedes comparar un libro con una película, aunque una sea adaptación del otro, porque son medios narrativos completamente distintos. La forma de llegar al receptor, el objetivo, el medio e incluso el mensaje no son los mismos; no es, de ninguna manera, comparable.
Partiendo de ahí, la verdad es que, en el 95% de los casos, es cierto: el libro es mejor que la película. Pero no porque los libros sean mejores que las películas, así, como absoluto. El libro es mejor que la película porque es el medio a través del cual debía contarse esa historia.
Cualquier escritor que aspire a ser decente (que luego lo sea lo decidirán los lectores) saben que hay historias que solo pueden ser contadas en primera persona; otras, por el contrario, solo funcionan en tercera, o en forma epistolar, o quitando todos los signos de puntuación de un capítulo. Y otras historias no son para nada una novela. Y entonces, lo lógico es escribir un cuento, un poema, un cómic o un guión. De ahí salen las grandes películas y las grandes series: de aquellas historias que estaban destinadas a serlo.
Y no me entendáis mal, entiendo por qué se hacen adaptaciones cinematográficas de novelas exitosas -se alcanza un público más amplio, se gana más dinero...- y de hecho, veo casi todas. Algunas hasta me gustan. Pero en el 95% de las veces -reservo ese 5% a las honrosas excepciones- adaptar un libro a una novela no funciona. (Viceversa tampoco, ¿eh? En ninguna de las direcciones).
Es lo que me ha pasado hoy con The fault in Our Stars. Y eso que es una adaptación excelente, ojo, una de las mejores que he visto, muy respetuosa con el argumento, los personajes e incluso la fina prosa de Mr. Green. Pero sufre del gran pecado de este tipo de películas: no captura la verdadera esencia del libro. Sales del cine con una panzada de llorar por la trágica historia de amor de Hazel y Augustus, pero sin ninguna de las reflexiones, capitales para la importancia del libro, que suscita la lectura. Y The Fault in Our Stars es una historia de amor, una muy buena historia de amor de hecho, y no voy a fingir que no porque sería injusto para la novela, pero en mi humilde opinión, es mucho más que eso. Para saber qué más es, no seais vagos, leed el libro. Lo recomiendo. A la edad que sea, aunque claro, cuanto más adolescente, más drama y más jugo se le saca. Supongo.
Pero el caso es que la historia de The Fault in Our Stars no estaba hecha para ser contada con imágenes. Para nada. Y por eso, tristemente y asumiendo mi papel de cultureta, debo decir que me gustó más el libro.
Lo que mucha gente llama amar consiste en elegir a una mujer y casarse con ella. La eligen, te lo juro, los he visto. Como si se pudiese elegir en el amor, como si no fuera un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en la mitad del patio. Vos dirás que la eligen porque la aman, yo creo que es al revés. A Beatriz no se la elige, a Julieta no se la elige. Vos no elegís la lluvia que te va a calar hasta los huesos cuando salís de un concierto.
A veces, encuentras canciones. Y a veces, ellas te encuentran a ti. Sin querer. Y te dicen algo completamente distinto a lo que ibas buscando en ellas. Te toman la vida por asalto. Te obligan a escuchar y a sentir y a recordar y a escribir. Cómo no.
Hay un Duende por ahí que todos los años muere contenta, porque resucita. Y a mí, que antes me costaba renunciar a tantas cosas, me ha contagiado esaalegría. La de despertarse un día y estar nuevo, la de renunciar a todo lo que tira de ti hacia abajo. La de resucitar.
No sé cómo estaré a estas alturas. Diez días de campamento dan para mucho, algún lector ya lo sabe. Seguramente habré muerto muchas veces. Pero espero haber resucitado. Haberme vuelto a reír, haberme levantado con ánimo y corrido al principio de la marcha. No se puede estar contento todo el rato. Es más, dice la gente que es muy sano llorar de vez en cuando. Estoy de acuerdo.
Lo importante no es estar contento. Es ser feliz. Estar satisfecho. Nunca va a ser todo perfecto, no está en nuestra naturaleza aceptar las cosas como vienen. El ser humano es el único animal que, en vez de adaptarse al medio, adapta el medio a sí mismo. Pero, por llevar la contraria, podemos mirar alrededor y decir: sí. Voy por buen camino. Esto es lo que quiero, o se acerca lo suficiente. Voy a seguir por aquí.
He tardado mucho en llegar a esta conclusión, no os creáis que es fácil. La mayoría de días se me olvida. Por suerte, siempre nos queda julio para recordar que, aun sin tantas cosas que necesitamos normalmente -a saber, un libro, un trocito de chocolate, dormir ocho horas al día...- se puede ser feliz. Que a lo mejor la felicidad no es otra cosa que ver amanecer en el campo y despertar a tus niños al ritmo de Clavelitos. Que somos personas muy simples, aunque busquemos siempre lo más complicado.
Me quedan pocos días de Paraíso. Hoy voy a sonreír.
¿Cómo se cree en lo que no se ve? No sé. Igual que tú crees, ilusa de ti, en el wifi. La señal no la ves, no se puede. Pero ves sus efectos.
No se puede pedir pruebas de las cosas más importantes de la vida. No puedes pedir tocar el amor, oir la solidaridad, saborear la alegría. Pero sí puedes sentir un abrazo, escuchar a quien te da las gracias, llenarte la boca de risa.
No puedes explicar a otra persona por qué crees. De dónde te viene toda esa fe. Pero puedes demostrarla. Puedes buscar el fondo del mar, ese lugar sólido, de paz, al que no le afectan las corrientes superficiales, los vientos que zarandean a otros barcos. Puedes ser la persona que mira al cielo y busca el lado positivo de la vida, la razón que subyace. Quien agradece lo que tienen en vez de pedir más. Quien siempre tiene alguien con quien hablar.
No se puede dar pruebas científicas de que alguien escuche cuando te arrodillas. Pero sí se puede entregar la experiencia.
El otro día me preguntaron cómo podía hacer todo lo que hago. Cómo, además de universidad y de estudiar idiomas, podía ir a Labouré. Y ser catequista. O preparar un campamento en el que no solo no me pagan, sino que yo pongo mi parte. Y llegar a todo. De dónde me venían las fuerzas. Y a mí me extrañó, porque nunca me lo había planteado. Hay cosas que hago para mí, y esas nadie las cuestiona. Pero les asombró las cosas que hago por otros. Las que yo nunca pensaría en dejar de hacer.
Y me di cuenta de lo que le faltaba a la persona que me preguntó. No sabía qué era el servicio. Lo que haces por otra persona y que, en principio, no te da ninguna recompensa. Que no os engañen: quien más gana es quien está sirviendo. Quien se arrodilla y limpia los pies al cansado, al enfermo. Todo lo que les das vuelve, multiplicado, enriquecido. Y creces.
¿Sabéis lo que sí que es fácil? Pasar de largo. Mirar hacia otro lado. Ignorar cómo se llama el que anda al lado, el que se queda por el camino, el que nunca pudo comenzar el viaje. Es fácil hacerse un caparazón de indiferencia, porque lo que hay fuera de nuestra zona de comfort no suele ser ni bonito, ni agradable.
Embarrarse no es fácil. Y lo peor es que no se puede deshacer. Una vez has visto a los niños del Hogar, a las familias de Sapanani, a los niños que en tu mismo barrio pasan hambre a diario, no puedes olvidarlos. ¿Sabéis qué es lo mejor? Que tampoco quieres. Porque duele, te duele por ellos y por ti. Cuando más te metes en las realidades ajenas, más se funden con la tuya.
Pero gente más buena y más sabia que yo dijo "He descubierto la paradoja de que si amas hasta que duele, no puede haber más dolor, solo más amor". Mirad alrededor. Mirad, ved, absorbed y quedároslo dentro. Que una vez empiezas, no puedes dejar de querer.
Nadie dijo que la vida iba a ser fácil, pero tampoco que iba a ser tan difícil. (dicen)
Por suerte, el Jefe tiene mucho ojo y no va a darnos más de lo que podamos cargar. Así que, cuando creas que vas a caer, da un paso más. Cuando creas que te doblas, estira la espalda. No pares, porque la cuesta se acaba siempre en dos kilómetros y acabar la marcha es más fácil de lo que parece. Y si te rompes, siempre habrá Alguien para recogerte.
Me dijeron hace poco -como si yo no viviese en el mundo- que al hablar de la familia hay que tener mucho cuidado, porque hay muchas familias distintas. Familias monoparentales, familias con padres divorciados, con hermanos de distintos padres, con tutores y no padres. Hay incluso familias que no están emparentadas. Familias las hay de todas las formas y tamaños y ninguna es mejor ni peor que otra. Todas son distintas. Aunque sean dos padres, tres hermanos y una casa en Moratalaz.
Pero hay algo que todas tienen en común: un sentimiento. Familia es hogar. Es hablar de tus cosas sabiendo que, aunque a nadie le interese, te están escuchando. Es aceptación, entrega. Es dolor también, a veces. Al fin y al cabo, cuanto más te importa alguien, más te duele. Es incondicionalidad.
Por lo menos, en mi familia nunca se nos ha puesto condiciones. Se nos ha dado alas y posibilidades, se nos ha dado armas para enfrentarnos al mundo y suavidades para amarlo. Se nos ha facilitado la vida hasta donde era sano. Y se nos ha querido más allá de lo que era recomendable. Pero quién le va a decir que no a mis padres.
Familias hay muchas y, como os digo, algunas ni siquiera están emparentadas. Pero siempre encuentras la tuya.
Definir el amor es una cosa muy absurda. Ponerle límites, ponerle barreras y etiquetas. Siempre me he negado. Y es que el amor puede ser llegar a casa después de un viaje muy largo, puede ser mirarse y saber lo que está pensando el otro; puede ser hacer un bizcocho improvisado, puede ser una conversación a las seis de la mañana. Puede ser una canción, un poema o un libro, o ninguna de estas cosas. Puede ser tragarse esa película que le gusta tanto a tus niñas, o contar historias de campamento hasta quedarse sin voz. Puede ser recoger a tu madre a la hora de la siesta.
El amor no tiene definición pero, curiosamente, todos sabemos lo que es. "Yo nunca me he enamorado". Mentira. Todo el mundo se ha enamorado de una historia, de un paisaje, de un atardecer. Todo el mundo tiene su canción. No es necesario casarse para enamorarse. Solo saberlo.
La piel y el aliento que yo quería por las mañanas...
He renunciado a hacer planes firmes. Normalmente la vida, el destino, la casualidad (en la que no creo) llegan y te los desordenan y, sin ninguna consideración por el trabajo que has puesto en ellos, los tiran a la basura. He renunciado a decir "voy a hacer" y en cambio digo "quiero hacer". He renunciado a los planes y me he aferrado a los sueños. Porque si lanzas un deseo al universo, quizá alguien te oiga y te conteste. Y a lo mejor hasta se haga realidad.
He renunciado a mis propios planes, porque los Suyos son mucho más importantes. Llaman a tu puerta, como una visita no planeada, y te anuncian: vas a ser tía. Vas a ser escritora. Vas a ser catequista. Pero yo no quiero. Mala suerte. No sirve de nada decir que no, porque al final descubres que esos caminos inesperados son los que vale la pena recorrer.
Hay que negarse menos. Hay que perderse más.
Y, aunque sea solo por hoy, aunque sea solo una vez, hay que decir que sí.
Hoy me voy de campamento. Otra vez. No parece que hayan pasado dos años, pero aquí estamos de nuevo, con más autobuses y más niños que nunca y, sin embargo, casi menos monitores que otros años. Un reto que, sinceramente, da miedo. Mucho miedo. Pero, ¿sabéis cuál es la única cosa más fuerte que el miedo? La esperanza. Y esa nos la llevamos a kilos. Ya sabéis, mejor que sobre...
Y es que hoy también, mi hermano y toda su tropa cogen las maletas y se van a Cochabamba. Una exigua representación de tres personas se queda en España a echarles de menos. Solo podemos esperar que vivirán experiencias únicas, estremecedoras, impactantes, preciosas, que con un poco de suerte cambiarán su vida y, con mucha suerte, la de todos los demás. Y que tres personillas de diez, once y catorce años vayan a viajar tan lejos (y por segunda vez, que nada menos) y tengan la oportunidad de ver tanto, eso es otro motivo para la esperanza.
Mi instinto ante las situaciones desconocidas es informarme, hacer listas, componer horarios, encajar funciones y planificar hasta el último segundo. No sea que algo se me escape. Pero en esta ocasión se me escapa todo y por todas partes. Y, dejadme que os confiese, mire hacia donde mire veo muchos puntos oscuros que no me gustan un pelo. Pero, sabiendo que el Jefe tiene un plan para todos nosotros, los que nos vamos y los que nos quedamos, pongo los ojos en Él y salto.
Hay veces que piensas en un libro que leíste hace años, de pequeño, y sorprendentemente te acuerdas como si lo hubieses leído ayer. A mí me pasa más a menudo que a la mayoría, porque seguido leyendo algunos de esos libros hasta ayer mismo. Uno de ellos es Harry Potter. El otro día me di cuenta, con esta clarividencia absurda que te dan los años, de que Harry tenía catorce años cuando se enfrentó (y venció) a un colacuerno húngaro. Y pensé: "Ni de coña podría haberme enfrentado yo a un dragón con esa edad. ¡Si era una cría!".
Y entonces veo a mi sobrina María. La mayor. Cuando me dijeron que iba a nacer, yo tenía cinco años. Me acuerdo de que mi hermana y yo compramos pasteles y fuimos a casa de mi hermano a celebrarlo los tres juntos. Y yo no quería ser tía, porque qué absurdidad es esta de ser tía con seis años. "Yo seré su amiga", decía.Y nació y fui su admiradora más fiel -es el primer bebé que recuerdo oler, ¡y qué bien olía! Y tumbarme en la cama de mis padres, donde dormía la siesta ella, simplemente a oírla respirar. Me cabía en una mano, y eso que yo también era un mico-, su cuentacuentos, quien le enseñó a bailar el aserejé y, cuando apenas había aprendido a sostenerse en dos ruedas, la subía a la parte de atrás de la bici y nos íbamos por el patio de la casa de verano, a matarnos.
Mi sobrina María. La mayor. Que en unas horas se va a Bolivia. Por segunda vez. Ha vivido más, y mejor, de lo que había vivido yo a su edad. Sabe más de compasión, de compañerismo, de amistad, de amor, de lo que ni yo ni nadie podríamos haberle enseñado. Y no sabéis cómo dibuja. Si un día escribiese un cuento digno de ser publicado, querría que lo ilustrase ella. Y qué guapa. Hemos crecido casi juntas, pero no puedo evitar asombrarme cada vez que veo lo mayor -y lo alta...- que se ha puesto.
Ahora veo a María, y creo que, aunque tenga catorce años, ella sí podría enfrentarse (y vencer) a cuantos dragones se le pongan por delante.
Hace exactamente treinta segundos acabé mi matrícula de 4º. Ya soy oficialmente una universitaria de último grado. Ya me queda oficialmente un año para salir al mundo.
Y aunque empiezo con "Que no cunda el pánico"... que cunda. Que cunda en abundancia, porque estoy cagada. Igual no os acordáis desde ahí arriba o no os lo imagináis desde ahí abajo, pero el salto a la vida adulta desde el borde da mucho miedito.
Así que nada, empiezo (también oficialmente) mis últimas vacaciones como estudiante. Con el pánico cundiendo por todo el cuerpo, eso sí.
Permitidme que me ponga emotiva. No me gusta hacerlo en público, pero la ocasión lo merece. En unas pocas horas, una de mis mejores amigas cogerá un avión hacia Nueva York y se quedará allí un año. Un año entero. Estará trabajando de au pair con dos niños que, al parecer, son la bomba y, espero -por su bien- que viendo y haciendo y absorbiendo todo el arte que pueda.
Es mi amiga no porque sea la única que no se ríe de mi foto en King's Cross ni porque comparta mi amor eterno e incondicional por Jensen Ackles -aunque ayuda, claro-, sino porque me entiende. Otras personas escuchan tu historia y juzgan, aconsejan, van directos a las inseguridades y a las penurias de cada uno. No digo que esto sea malo; al fin y al cabo, todos necesitamos que nos digan cuándo estamos siendo unos cobardes o unos hipócritas, que nos peguen una voz y nos despierten. También tengo amigas de esas. Pero Paula acoge tus inseguridades, escucha tus fallos y entiende tus dudas, sin más.
Paula me enseñó a hablar con los koalas y descubrimos juntas el no-significado de la palabra bol. Paula/Pau/Poli/Polita siempre tiene una sonrisa en la boca y un abrazo preparado, una referencia a Friends apropiada y sabe cuál es el mejor hechizo para la ocasión.
Pau acabó la carrera hace un año y viví con ella el vértigo de no saber qué venía ahora. Y cuando me llegue el momento, sé que ella estará ahí para vivirlo también conmigo. Pero ahora acaba su parón, comienza una temporada nueva. Una temporada que, estoy segura, va a ser mejor que todas las anteriores. Dicen que el conocimiento comienza con un viaje. Tengo la impresión de que en un año volverá más mayor y más sabia, lista para volver a hacer el monguis por el barrio. Me niego a llorar -aunque algo se me escapa- porque sé que en Nueva York/Jersey le esperan experiencias fantásticas y que nada se acaba, sino que mil cosas nuevas empiezan y cuando vuelva solo tendrá que sumarlas a las que ya tenía aquí.
Permitidme que me ponga emotiva porque, aunque la verdadera distancia no son los kilómetros sino el silencio -y esto no me preocupa, nunca hemos sabido estar calladas-, casi 6000km siguen siendo muchos. Y aunque la era digital ha hecho maravillas, pasará un año antes de que vuelva a abrazar a una de mis mejores amigas.
Pido perdón a las víctimas por semejante imagen, pero los que me conocéis sabéis que no soy mucho de hacerme fotos. Entended el cariño que subyace, en todo caso.
Al parecer, y si mi amigo el matemático se pasa por aquí os lo demostrará, "algunos infinitos son más grandes que otros infinitos". No puedo ofreceros pruebas claras yo misma, aunque lo he intentado con vídeos como este y textos muy tochos que he leído hasta el final aun sabiendo que me había perdido después de unos tres párrafos. Demasiadas abstracciones, y encima en inglés, para un viernes a la hora de la siesta.
Lo que sí recuerdo, de aquellos tiempos en los que todavía me interesaban las cosas exactas, es que los números naturales son infinitos. Y que una parte de estos números, por ejemplo los números pares, que por fuerza debería ser más pequeña, también es infinita. Una parte de un conjunto infinito sigue siendo infinita, y sigue siendo una parte. Seguramente me equivoque, pero así lo entiendo (un poco): una infinidad más grande que la otra.
Cuando te enamoras por primera vez, piensas que será la última. Y cuando te hacen daño por primera vez, también piensas que no se repetirá. Te equivocas en ambas. En la vida hay infinitos momentos de alegría y de dolor, de tristeza, de confusión, de ira, de amor, de perdón, de complicidad, de solidaridad. Infinitas personas que pasarán por nuestra vida solo para dejar su huella y unas pocas, no tan infinitas, que se quedarán para siempre.
No dejéis que nadie os diga que vuestra vida es insignificante. Que sois demasiado jóvenes. Todas las vidas son infinitas. Simplemente, algunos infinitos son más grandes que otros.
Sale en la tele el trailer de X-Men, y automáticamente mi padre se queja "Es que están todo el día con el ¡puum! y el ¡fuus! y el ¡baam!" y yo automáticamente contesto "Pero lo importante es la métafora de la exclusión de las minorías y cómo la sociedad reacciona ante quien es diferente..." y automáticamente mi padre me interrumpe "¿Y eso no se puede hacer con gente normal?".
Pues mira, sí. Claro que se puede. Pero, para empezar, ya no sería una metáfora: sería una historia real o, Dios me libre de sonar a película de Antena 3 de domingo por la tarde, basada en hechos reales. Y no es lo mismo. Para nada.
Y para continuar, ese no es el objetivo de la ciencia ficción. Hay pums y fus y bams, claro: porque se desarrolla en el espacio, o en un futuro distópico, o en universos alternativos donde hay robots o viajes interdimensionales o ingeniería genética a años luz de la nuestra. Y todo ello no es más que el marco donde encuadrar lo verdaderamente importante de la ciencia ficción: los límites del ser humano. Dónde está la línea que separa lo que se puede de lo que se debe hacer; cómo, si la propia realidad no nos contuviese, quizá nada ni nadie podría hacerlo. Como en todas partes, hay buena y mala ciencia ficción. O, incluso mejor, ciencia ficción que nos gusta y que no. Ambos conceptos suelen corresponderse, pero a veces no. Y no pasa nada.
Lo mismo sucede con los otros mil géneros "menores", tan despreciados por nuestros queridos profesores de lenguas y filólogos de toda estofa que quieren ser muy inteligentes, y cuyo objetivo en la vida no parece ser otro que demostrar lo leídos y lo escribidos que son. Porque sí, la literatura fantástica va de dragones y magia y de transformaciones. Pero también de que incluso dentro del hobbit más ordinario hay un héroe, y de que todos tenemos la opción de hacer lo correcto incluso en las situaciones más adversas. Y la comedia romántica va de chico conoce a chica, se besan, se pelean y se reconcilian, claro que sí. Pero también de que el amor es inesperado y divertido y todos podemos encontrarlo. E incluso la literatura erótica, de la que tanto me gusta reírme cuando voy con mi amiga Conchi a la Fnac, va de sadomaso suave y topicazos mal escritos, pero también de la liberación moral y sexual de la mujer, de la experimentación, de romper los moldes de la mejor y de la peor manera.
No hay malos géneros. Tampoco los hay buenos. Hay literatura renacentista maravillosa y bodrios infumables escritos por los más grandes autores. Hay cómics que ofenden al buen nombre de los héroes y luego tenemos a Wonder Woman. Lo importante es la historia, los personajes, el texto, el trasfondo, la palabra, la imagen -como veis, me niego a excluir la novela gráfica de las novelas- y, por supuesto, el lector. Repito: no hay malos géneros.
Y cuando un adolescente criado en un ambiente homófobo o machista o racista vea X-Men y comience a cuestionarse cómo trata a quienes son diferentes, cómo se sienten aquellos que son excluidos, cómo puedes elegir la violencia o la tolerancia y el respeto, y de pronto esa ideología que ha asumido porque creció con ella le parezca anticuada y errónea, una película de pums, de fus y de bams habrá cambiado una pequeña porción del mundo. Y si no es eso a lo que aspiramos al contar historias, algo estamos haciendo mal.
Mi padre es atropellado por un coche. Está desmayado en la carretera con un índice de alcohol en sangre cuatro veces sobre el límite legal. No lloro.
Cuatro meses después, la enfermera pierde su pulso y me pregunto la vida de quién pasó ante sus ojos. Rebobinando cintas VHS, viejos vídeos...
20. 19.
No he traído un amigo a casa en cuatro años.
18.
Mi madre sorbe la palabra divorcio, su boca se retuerce con su sabor como si quemase al tragarla.
17.
Empiezo a hacer mis deberes en Starbucks. Tengo conversaciones más significativas con el camarero que con mi familia.
16.
Espero el día de Navidad. Mi hermano y yo intercambiamos regalos temprano. Este año, mi padre y él intercambian gritos. Mi madre no va a misa.
15.
Se me ocurre que mi padre ha empezado a beber otra vez porque a lo mejor ha descubierto que soy gay, como si a lo mejor haciendo todo borroso a su alrededor pareceré hetero.
15.
Mi madre limpia su vómito del pasillo en mitad de la noche y hace el desayuno por la mañana como si no hubiese perdido el apetito.
15.
Me culpo a mí mismo. 15. Mi hermano culpa al resto del mundo. 15. Mi madre culpa al perro. 15. El día de la Superbowl mi padre irrumpe en casa como una avalancha, cogiendo velocidad y destrozando barandillas, mesitas de café, marcos de fotos... Cae, tropieza... Encuentro su chapa de AA en la encimera.
14.
Mi padre lleva sobrio diez, a lo mejor once años. Solo sé que ya ni siquiera pensamos en ello.
13. 12. 11.
Mi madre me cuenta que las reuniones de papi son de AA. Me pregunta si sé qué es. No lo sé. Ahora lo sé, de todas maneras.
10.
Mi padre nunca bebe vino en las reuniones familiares. El resto de mis tíos y tías sí lo hacen. Me distraigo con la televisión y se me olvida preguntar.
9. 8. 7. 6.
Quiero ser Spiderman. O mi padre. Es más o menos lo mismo.
5. 4. 3.
Tengo una pesadilla. Una recurrente, de Úrsula de la Sirenita, así que me levanto, voy a la habitación de mamá y papá, con mi mantita en la mano, me paro. Papá está ahí, en ropa interior, una silueta al lado de la nevera. Se lleva una botella a los labios.
2. 1. 0.
Cuando mi madre estaba embarazada de mí, me pregunto si esperaba, como hacen tantas madres, que su bebé crecería para ser igual que su padre.
*Aunque no lo entendáis -es difícil, entre el acento, la esclerosis...- sabed que es una película sobre los primeros años de Hawking. Sus primeros años interesantes, quiero decir: cuando luchaba entre la demostración del Big Bang y su enfermedad recién diagnosticada. Aunque no entendáis, admirad la magnífica actuación.