miércoles, 21 de octubre de 2015

Sexismo y urbanidad: el piropo obrero en el siglo XXI

Ayer lo pensamos. Los piropos obreros dan para una tesis. Algunos son tan poéticos como "eres más bonito que un mayo cordobés". Otros, originales. "¡Señora! Le cambio a su hija por un piano y así tocamos los dos". Y otros tan bastos, simples y asquerosos como chasquear la lengua al pasar junto a una chica, como si fuese un perro. Pero, ¿sabéis lo que todos tienen en común?

Que nadie me ha pedido mi consentimiento.

¿Qué pasa, no se le puede decir a una mujer que es guapa? Tómatelo como un piropo, que ya no se puede decir nada, se ofenderían unos. Tampoco es para tantos, pensarán otros, indiferentes. A mí me sube la autoestima que me digan estas cosas, dirá alguna.

Y lo peor es que yo también lo pensaba. Que me parecía que un piropo por la calle era buena señal. Que si nadie me echaba ninguno, era porque no resultaba atractiva. Esto lo pensaba con trece, catorce años. A algunas de mis amigas ya les habían dicho todo lo que les harían hombres que les sacaban veinte, treinta, cuarenta años.

Después empezó a pasarme. Un tío que se pegaba demasiado en el autobús. Dos veinteañeros, silbándome desde el coche mientras esperaba en un semáforo. Un señor que podría ser mi abuelo repasándome con ojos libidinosos y ofendiéndose cuando puse cara de asco. Un hombre rebuznando al pasar a mi lado. Un chico que se sintió con derecho a tocar mi entrepierna cuando volvía del gimnasio, porque llevaba mallas, y que se rió cuando le empujé. Incontables gritos por la calle.

No me hizo sentir más guapa. Me hizo sentir en peligro, agredida, humillada, sucia. Me hizo pensar si estaba haciendo algo para provocar este comportamiento. Me hizo agachar la cabeza cuando tengo que atravesar un grupo de hombres que no conozco, lista para golpear de vuelta si a alguno se le ocurre tocarme el culo. Preguntad a cualquier chica. Todas han escuchado una grosería de alguien a quien no conocían. A algunas las habrán tocado. A una trágica minoría le habrán pasado cosas peores. 

No hay una sola mujer que no haya sufrido a un hombre que se ha sentido con derecho a traspasar sus fronteras. A utilizarla como un objeto al que no hay que pedirle permiso.

Porque eso es lo que son los piropos obreros. No son un cumplido. Nadie espera que la mujer que los recibe responda, agradecida. Nadie se siente alagada al recibirlos. Pero son una herramienta de control. De poder. De establecer que te puedo decir cualquier cosa y tú no puedes hacer nada. Y si contestas, tengo derecho a ofenderme porque coartas mi libertad de expresión. Y voy a normalizarlo de tal manera que, si no eres acosada, te sentirás mal contigo misma.

Los piropos, los ruidos animalísticos, los roces inapropiados son el primer paso en no respetar el consentimiento de otra persona. Y ya sabemos dónde acaba ese camino. Así que sí, puede que sea una exagerada. Pero necesito el feminismo porque tengo derecho a decidir quién me utiliza como un objeto que existe para su satisfacción, para mirarlo, porque es bonito. Que, en mi caso por lo menos, es nadie.

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