sábado, 26 de junio de 2010

Un cuento a cambio de otro cuento.

Érase una vez una niña que no se creía los cuentos. Una niña que vivía con las palabras, que las amaba, que las juntaba, las separaba, las moldeaba, les quitaba y les daba fuerza. Una niña que creaba sus propios cuentos. Pero no se creía los ajenos.

¿Que por qué no se los creía, si conocía el poder de las palabras?

Porque no le convencían. No creía que fuese una princesa, ni que un príncipe la esperase en algún sitio. Ella buscaba ranas a las que besar para que siguiesen siendo ranas. Buscaba madrastras, brujas, ogros, ruecas encantadas. Pero no buscaba príncipes ni finales felices. No creía merecérselos, porque ni siquiera creía en su existencia.

Pero un día, a la chica -que ya no era una niña, aunque todavía no lo supiese- se le ablandó el corazón. Y empezó a otear el horizonte y a levantar piedras y a seguir el vuelo de las moscas y a engancharse a los retazos de las nubes. Y a creer que había algo más que sapos y veneno.

Y decidió seguir los ecos de una risa y unos ojos verdes, y dejarse arrastrar por el ciclón hasta el borde de un barranco. Saltó. Y cayó, cayó, cayó. Pero no llegó a morir contra las rocas, porque había perdido el miedo a volar. Y voló.

Y soñó. Porque soñar seguía siendo gratis, aunque todo lo demás costase tanto. Hasta respirar costaba un enorme esfuerzo. Pero no soñar. Así que pintó un sueño con su voz y con sus besos, un sueño de colores impresionistas, de tormentas y de fuego. Un sueño de parques, de interminables campos de hierba; de chocolate, azúcar y caramelo; de canciones a media voz, de susurros y gritos; de una sola imagen que hablaba más que mil palabras; de adicciones, hambre y mordiscos; de pérdidas de control.

Dos meses después, la chica despertó. Parpadeó, sorprendida, y miró a su alrededor. Y cogió todas las palabras que tenía en su mano, en su cabeza, en su corazón y en su cuerpo, y las dispuso frente a sí misma. Y agarró su pluma y escribió.

Escribió para seguir soñando.

Y soñó, soñó y soñó...

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