Hoy me voy de campamento. Otra vez. No parece que hayan pasado dos años, pero aquí estamos de nuevo, con más autobuses y más niños que nunca y, sin embargo, casi menos monitores que otros años. Un reto que, sinceramente, da miedo. Mucho miedo. Pero, ¿sabéis cuál es la única cosa más fuerte que el miedo? La esperanza. Y esa nos la llevamos a kilos. Ya sabéis, mejor que sobre...
Y es que hoy también, mi hermano y toda su tropa cogen las maletas y se van a Cochabamba. Una exigua representación de tres personas se queda en España a echarles de menos. Solo podemos esperar que vivirán experiencias únicas, estremecedoras, impactantes, preciosas, que con un poco de suerte cambiarán su vida y, con mucha suerte, la de todos los demás. Y que tres personillas de diez, once y catorce años vayan a viajar tan lejos (y por segunda vez, que nada menos) y tengan la oportunidad de ver tanto, eso es otro motivo para la esperanza.
Mi instinto ante las situaciones desconocidas es informarme, hacer listas, componer horarios, encajar funciones y planificar hasta el último segundo. No sea que algo se me escape. Pero en esta ocasión se me escapa todo y por todas partes. Y, dejadme que os confiese, mire hacia donde mire veo muchos puntos oscuros que no me gustan un pelo. Pero, sabiendo que el Jefe tiene un plan para todos nosotros, los que nos vamos y los que nos quedamos, pongo los ojos en Él y salto.
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