El hombre del
schnauzer ha muerto.
Ha muerto ya,
o morirá pronto. Hace días que no le veo en el parque y, aunque yo no vengo
siempre, él no falta un sólo día. Pero hace mucho, puede que semanas —para ser
sincera, no llevo la cuenta— que no le veo por aquí, con su gorra de felpa y su
estúpido schnauzer. Es un perro pequeño y tonto que se empeña en ladrar a todo
ser viviente que le saca por lo menos una cabeza. A lo mejor es él el que ha
muerto. Quizá alguien no ha sido capaz de controlar a su bóxer, y le ha
desmembrado. Muerto el perro… Pero no, seguramente bajaría incluso sin nada que
pasear. Se pasearía a sí mismo. Le encanta, venir al parque y mirar a todo el
mundo con esa sonrisita de viejo beatífico. Como si a los setenta años te diesen
la llave de la paz con el universo. Nunca se enfadaba, nunca le molestaban los
críos con la pelota ni su perro tonto peleándose con todo el mundo ni el hecho
de bajar solo, solísimo, día tras día, a este parque miserable. Creo que está
tan pirado como su schnauzer.
No sé cuántos
años tendrá. Cuando le vi por primera vez yo tendría unos cinco, llevaba
trenzas y un peto vaquero y estaba acompañando a una vecina a pasear a su perro
nuevo. La niña ni siquiera me caía bien, pero era su cumpleaños y le habían regalado
un precioso labrador de dos meses, una bola de juegos y pelo suave. Era
perfecto y, a las ocho de la mañana de un domingo, me comía la envidia mientras
le veía correr por todo el parque como una bala. Sólo estábamos nosotras y él,
el hombre del schnauzer. Me pareció viejísimo, pero a lo mejor no tenía más de
sesenta años. Ya estaba solo. Se ofreció a acompañarnos a casa, pero Sara
contestó, toda orgullosa, que ya tenía seis años. Él sonrió y dijo que, con un
guardaespaldas tan bueno —su perro y el nuestro ya estaban ladrándose, uno
desde cada esquina—, no le extrañaba que pudiésemos volver solas. Yo pensé si
aquel señor tan viejo no tendría nada mejor que hacer que hablar con dos niñas
tan pequeñas.
Durante mucho
tiempo, no volví a saber de él, porque mis padres se negaban a comprarme un
perro. Da mucho la lata y es sucio y, ¿quién lo limpiaría? Yo no, seguro. Me
compraron un periquito, como si fuese comparable. Y unos cuantos peces, que
siempre morían a las pocas semanas y que yo enterraba con mucho sentimiento en
las macetas de la terraza. Durante años pedí a los reyes, supliqué a mis
padres, incluso fui a la iglesia un par de veces, a rezar que alguien, quien
fuese, me trajese un perrito. No necesitaba que fuese grande y majestuoso, no
pedía un husky ni un doberman. Me bastaba con un ser cálido y suave al que
tirarle la pelota y que me recibiese a la vuelta del colegio con un molinillo
por cola. Alguien que se alegrase de que yo estuviese en casa y no me mandase a
mi cuarto a estudiar, aunque en quinto de primaria no tuviese exámenes.
Cuando cumplí
los trece años, se hizo el milagro. Me desperté un día y mi padre ya no estaba
en casa, pero en la entrada había una cesta con un diminuto bichón maltés
blanco dormido en el centro. Era tan pequeño que ni siquiera tocaba las paredes
de mimbre. Le gustaba acurrucarse a mi lado durante horas, mientras yo
estudiaba en mi cuarto o leía o simplemente me encerraba para no molestar a mi
madre mientras hablaba por teléfono. A Zuri tampoco le gustaba estar con ella, porque
le asustaban los gritos, así que pasábamos mucho tiempo en mi habitación. Y
tres veces al día, bajábamos al parque. Tres veces al día que el hombre del
schnauzer estaba allí, sentado en un banco bajo uno de los dos árboles
birriosos que había. Entonces sí que era viejo de verdad. Creo que me
reconoció, aunque no sé si es posible que se acordase de una niña que ocho años
antes había bajado una mañana a pasear el perro de una amiga. Pero yo sí que me
acordaba de él. Seguía teniendo aquella sonrisita estúpida y le ofrecía
galletitas y cariños a mi perro, como si esperase que me acercase a hablar con
él. Nunca lo hice. Nunca volví a hablar con él.
Durante años,
le vi tres veces al día, sentado en el mismo banco, apoyando la barbilla en el
bastón y mirando a los niños jugando. A Zuri le gustaba, pero yo nunca me
acerqué. Creo que él sí hubiese intentado hablar, pero yo siempre me iba al
otro lado de la placita y hablaba por teléfono o, siempre que podía, me bajaba
una amiga. Sara seguía sin caerme bien pero, si coincidíamos, hablaba con ella,
sólo por no tener que evitar activamente al viejecillo.
A los quince
años, conocí a Ander. Tenía un hoyuelo en la mejilla derecha, botas militares y
una doberman inmensa con aires de aristócrata. Tenía dos años más que yo y
pinta de haber vivido mucho. Viéndolo ahora, quizá sólo fuese un adolescente
con ínfulas de grandeza. Me gustó desde el principio, e igual de rápido el
hombre del schnauzer le odió. Seguramente, porque su perro loco insistía en
meterse con Beltza y él no siempre hizo todo lo posible por evitar que se
peleasen. Creo que algo sí hizo, porque si no aquel perrillo habría muerto hace
ya años. Estuvimos juntos diecisiete meses. Todos y cada uno de aquellos quinientos
dieciséis días, bajamos al parque a pasear a nuestros perros y a enfrentarnos a
la mirada desaprobadora del viejo. A veces, yo bajaba sola, y entonces él me
sonreía y volvía a llamar a Zuri. Pero si estábamos los dos, me ignoraba, como
si le hubiese ofendido en lo más íntimo por estar con aquel chaval medio gótico
que no respetaba a su perro enano. Era odioso.
Quinientos
dieciséis días después de nuestro primer beso, Ander me dijo que se iba a
Madrid a estudiar. Y aquello fue todo. Yo me quedé otra vez sola en el parque,
con Zuri y con el señor del schnauzer. Al final, Zuri también se fue. Durante
días, por la fuerza de la costumbre, bajaba al parque cada mañana, con la
mochila y la carpeta. A pasearme a mí misma, antes de ir al instituto. Y cuando
llegaba allí, me daba cuenta de que ya no había perro ni novio ni nada que me
llevase a aquel sitio, y simplemente me sentaba en el banco. Y allí estaba, el
schnauzer loco olisqueando los arbolillos como si nunca los hubiese visto y su
dueño, sentado al otro lado del banco. Nunca le hablé. Él me miraba y sonreía,
esperando algo, pero nunca supe cómo, después de tantos años, saludarle. Un par
de semanas después, dejé de pensar que
el despertador no había sonado y que llegaba tarde a pasear al perro.
Me faltó
tiempo para huir de aquí. En aquel momento lo llamé “ser valiente” y “buscar
experiencias”, pero fue una huida en toda regla. Primero, Barcelona. Luego,
Salamanca, Roma, Estados Unidos. Cinco años de carrera en los que no pasé más
de dos semanas en casa. Aquí ya no me quedaba nadie. Escribía a mi madre una
vez al mes y ella me escribía todas las semanas, contándome las vidas de mis
amigas, de la familia, incluso de los vecinos. Seguramente sabía más de ellos
que de mí; yo nunca pregunté por el hombre del schnauzer. Pensé que debía haber
muerto ya. Sabía que no estaría en una residencia, porque para eso alguien
tendría que haberle llevado. Y él siempre estaba solo. A nadie le importaba si
iba o venía, si se mataba en la bañera o un día simplemente no se despertaba; a
mí tampoco me importaba y nunca pregunté.
Y aquí estoy.
De vuelta. Ahora paso mucho más tiempo en el parque. Nuestra casita de dos
habitaciones es demasiado pequeña para un samoyedo. Podría pasarme horas
mirando a Mat corriendo a toda velocidad, con la lengua fuera como si fuese en
coche. Incluso mi jardín se le queda pequeño, pero en este parque miserable… Es
feliz. Se le cae la casa encima casi tanto como a mí. Siempre ha sido diminuta,
pero nunca ha estado tan silenciosa. Cuando me llamaron, creí que debería
volver. Ayudar a recoger, o a algo. Pero hay poco que guardar; nunca tuvimos
muchas cosas. Llevo un mes aquí y no tengo nada que hacer. Mis amigas ya no son
mis amigas, y mi familia nunca ha sido mi familia, así que tengo más tiempo que
nunca para sentarme en el sofá. Es como si cada minuto que paso en el salón
vacío me cayese una tonelada de cemento encima. Así que pasamos mucho tiempo en
el parque.
Los primeros
días, él estaba aquí. Los niños y los perros habían cambiado, pero el hombre
del schnauzer seguía ahí, como si fuese una estatua puesta por el ayuntamiento.
Imperturbable. Y me miraba y me miraba, durante horas, mientras yo clavaba los
ojos en Mat. Esperaba que en cualquier momento se levantase y se sentase a mi
lado y pretendiese tener una larga y profunda conversación sobre el sentido de
la vida. Si nunca había querido saber nada de él, ¿por qué se empeñaba ahora en
establecer contacto? Como si quisiese contarle nada a nadie, menos a un viejo
desconocido y acosador que sólo podía aportarme treinta años de soledad y un
perro demenciado. Maldita sea…
Pero hace ya
tiempo que no le veo. A estas horas, que todavía no están puestas las calles,
sólo estamos Mat y yo aquí fuera, muriéndonos de frío mientras amanece.