Todo el mundo está preparado para que le pasen cosas malas. O eso pensamos. Todos estamos preparados para llevarnos mal con nuestros padres, para ir perdiendo amigos por el camino, para que nos rompan el corazón, para suspender un examen... El mundo es un lugar horrible y que da miedo. Y creemos que, cuanto más mayores nos hacemos, más preparados estamos para que nos pasen cosas malas.
Pero lo malo, lo verdaderamente malo, las tragedias de proporciones épicas, les pasan a otros. Los despidos, los accidentes mortales, el cáncer, es algo que sólo le pasa a otras personas.
Hasta que no.
Hasta que te está pasando a ti. O a una persona tan cercana a ti, que podrías ser tú.
Todos estamos preparados para que los abuelos, tarde o temprano, mueran. Incluso, algún día, dentro de mucho, mucho tiempo, habrá llegado el momento de que mueran nuestros padres, y de que nos convirtamos en los pilares de la familia. Es el ciclo de la vida. La gente mayor que tú va a morir, y cuanto más mayores más natural resulta.
Pero nadie está preparado para que se muera un igual. Un hermano, un amigo, incluso el amigo de un amigo. Nadie está preparado para que una persona de veintiséis años muera. Pero mueren. Y aunque no les conozcas, aunque sea amigo de un amigo y no debería ni rozarte, te impacta. Te golpea de lleno. Porque, aunque hayas tenido tiempo de sobra para prepararte, nada puede haberte preparado para que alguien que estaba justo empezando, termine.
Nadie nos había preparado.
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