Sigo explorando esta parte de mí misma poco a poco. Ahora mismo, me encantan los vestidos estilo skater —falda de vuelo y corte a la cintura—, he ampliado mi set de maquillaje a pintalabios y rímel, y aunque siguen sin gustarme el rosa y las flores, he de admitir que el encaje es un gran invento. Todavía hay cortes de ropa —por ejemplo, los vestidos muy ceñidos— que me resultan incómodos, y no sé si alguna vez llegaré a dominar el tema de los tacones.
Tampoco soy una gran fan del maquillaje. Paradójicamente, veo con religiosa pasión todos los tutoriales de Ingrid Nilsen o de Safiya Nygaard, pero la base de maquillaje con la que alguna Nochevieja escondí los granos debe llevar caducada unos tres años. Lo hago por economía y por comodidad, porque no me gusta que la cara me huela a maquillaje, pero también porque no creo que a mi edad necesite ocultar nada; de hecho, no sé si a alguna edad tendré esa necesidad.
Sin embargo, no creo que todas las mujeres que dedican una cantidad ingente de tiempo y de dinero a dominar estas técnicas y productos sean vanas, superficiales o que tengan el cerebro lavado por el heteropatriarcado. Creo que el maquillaje es un tema complejo, pues sí puede ser una imposición; hay mujeres que sienten que no pueden salir a la calle sin maquillaje y que se lo ponen incluso cuando este arruina su economía, les hace levantarse media hora antes y, en muchas ocasiones, les provoca más acné del que oculta. El maquillaje ha sido durante mucho tiempo la herramienta que permitía a la mujer acercarse al canon de belleza, el látigo con el que las empresas de cosméticos las azotaban: no eres suficientemente buena, no lo estás intentando, nadie quiere ver tus ojeras, tus poros, tus espinillas. Ponte una máscara que combine con tu falda y tus zapatos, porque no nos interesa lo que hay debajo.
Pero también puede ser una forma de arte y de disfrute, una actividad que consista en mimarse a una misma, dedicarte tiempo, cuidar tu piel y atreverte a llevar tu estética un paso más allá. Puede ser una declaración de intenciones. El problema del maquillaje no es que haya mujeres, feministas o no, que lo disfruten, sino que Alicia Keys sea una revolucionara de extraordinaria valentía por llevar la cara lavada a un evento. El problema es que si llegas a una reunión de trabajo, a una entrevista o a una fiesta sin maquillarte, se piensa que eres menos profesional porque ni siquiera te has esforzado con tu aspecto. Si voy limpia y correctamente vestida, he llegado a tiempo a la reunión, he preparado los temas que debía y hago en general mi trabajo,¿por qué no llevar pintalabios es lo que me hace menos profesional?
El maquillaje, en definitiva, no me parece el problema. El maquillaje, como la depilación o los tacones, es solo una herramienta. Para mí, es símbolo de que mi autoestima y mi confianza están más altas que nunca. Para otras, es una imposición, una necesidad, algo que las hace aceptables a los ojos de los demás. Ese es el problema, como todo lo demás: que a las mujeres se nos imponen unas expectativas —piel perfecta, ojos grandes, labios jugosos y eterna juventud— imposibles de cumplir sin una gruesa capa de maquillaje.
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