Vamos a ver, centrémonos. ¿De qué hablamos cuando hablamos de sororidad?
Porque en su nombre he oído verdaderas barbaridades. Por ejemplo, que si pretendes ser feminista, no te puede caer mal, vamos, no puedes ni mirar esquinada a otra mujer. O que todas deberíamos defender las acciones de las demás, lo cual se relaciona con esa fantástica idea de que todo lo que haga una mujer es feminista. En nombre de la sororidad se crucifica a la mujer que critica a otra, como si las feministas fuésemos unicornios, seres fantásticos de absoluta perfección.
A ver si nos estamos equivocando.
En mi opinión —que como sabéis es humilde—, sororidad es la hermandad entre mujeres, base del feminismo, sí. Pero esto no significa que seamos perfectas. Significa, más bien, apoyar y celebrar a otras mujeres; dejar a un lado la envidia y la rivalidad que otros nos imponen en esa carrera por ser la más guapa, la más lista o la más amada; no criticar a otras mujeres por cómo visten, por no trabajar fuera de casa, por tener o no tener hijos, por tener tanto o tan poco sexo como quiera; no atribuir su éxito al atractivo físico o a la auto-prostitución.
Una mujer, por supuesto, te puede caer mal porque sea aburrida, maleducada o te parezca algo tonta. Un hombre así también te desagradaría. Una mujer puede ser machista, o cometer errores, y habrá que decirlo, siempre desde el respeto y con ganas de construir, no destruir. Una mujer te puede parecer menos atractiva que otra, o puede no gustarte tu ropa; pero sororidad significa celebrar todos los cuerpos y el derecho a ponerte lo que te dé la gana, por encima de tu atracción o gusto personal.
Sororidad significa, simplemente, rechazar la idea de que las mujeres estamos en una competición por el primer puesto. No creerse que el comportamiento base entre dos mujeres sea la competitividad y la envidia. No caer en la pelea de gatas.
Solo así podemos avanzar: no adelantándonos, sino caminando juntas.
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