lunes, 7 de septiembre de 2015

These eyes of mine

Cuando estaba en cuarto de primaria, me di cuenta de que veía la pizarra muy bien con las gafas de una compañera de clase. Me llevaron al oculista y me diagnosticaron miopía, como a mis hermanos, mis padres, mis tíos... Con mis gafas nuevas, descubrí que ver no tenía que ser tan difícil. Que reconocer a alguien al otro lado de la calle, o leer la pizarra, debería ser algo natural y no una pelea.

Cuando estaba en segundo de secundaria, por fin me dejaron ponerme lentillas. Y el mundo, que llevaba casi cuatro años delimitado por un marco de metal, se abrió. Había vida por arriba, por debajo e incluso a derecha e izquierda de aquellos cristales. Se me abrieron los ojos, también literalmente: la cara de miope no es un mito, y cuatro años de campo visual reducido me habían marcado físicamente.

Cuando estaba en segundo de bachillerato, una amiga se quedó a dormir en casa y me dijo que le gsutaba mi móvil de estrellas. Yo lo había conservado porque era de mi hermana, pero cuando era verdaderamente bonito era de noche, porque brillaba en la oscuridad. Yo, sin las gafas, no veía más que un borrón de luz. Un borrón de luz en aquel móvil, un borrón de luz en las farolas, en los coches, en los edificios que se ven por mi ventana. Tenía ya tantas dioptrías que dependía de las gafas para ver el límite de las cosas.

Hoy, a veintitrés días de empezar el máster, me van a operar de miopía. Tenía miedo de no poder hacerlo, porque hace unos meses tuvieron que operarme de unas lesiones en la retina, y me asustaba tener que depender toda la vida de lentillas y de gafas. Pero no. Hoy, con un poco de suerte, se acaba.

Dicen que la vida depende del cristal con que se mira. Pero, la verdad, prefiero quitarme todos los cristales y poder mirar la vida así, como es. Al natural.


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