El ser humano es un animal social. Y como tal, quiere, o más bien necesita, integrarse en un grupo. Vestirnos de manera similar a los que nos rodean, escuchar la misma música o ir a ver las mismas películas no es más que un mecanismo de defensa, un truco para que la manada nos acepte y no nos expulse a la fría noche, donde los depredadores aguardan a las presas débiles y solas.
Por ello mismo, la reivindicación e incluso el potenciar la propia diferencia, no es sólo nadar a contracorriente sino ir casi pidiendo que te cacen. Yo, aunque siempre he sido mucho de instintos, había luchado siempre contra ese impulso en concreto. No soy como ellos, que decía un soñador.
Pero he descubierto que hay dos tipos de instinto de supervivencia. Está el que te anula y te convierte en un producto de la globalización, y te hace escuchar los 40 principales y ver el Top10 de la cartelera y vestir como todo el mundo y acaba haciéndote andar, hablar y hasta pensar como los otros cuatro mil millones de personas ordinarias que te rodean.
Y está el que te hace querer ser tan comprometido, tan generoso, tan amable, tan cariñoso, tan trabajador, tan fuerte, tan extraordinario como los pocos seres extraordinarios que te rodean. Ese instinto de imitación que no sólo no te anula, sino que te eleva y te hace ser mejor. Porque no imitas las menudencias superficiales, sino las corrientes profundas, los motores que acaban moviendo no las piernas, sino la vida.
Señores, los instintos están para algo, al fin y al cabo. Y yo, quiero sobrevivir.
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