Es la primera vez en cuatro años que no supero el reto de los cincuenta libros. Miento. Seguramente, el año pasado ni lo superé ni me quedé medianamente cerca. Pero el año pasado, por circunstancias extraordinarias, no cuenta. Así que, a efectos prácticos, este es el año que menos he leído de mi vida.
¿Cómo es ello?
En primer lugar, no estoy segura de haber registrado todos los libros que de hecho he leído. Pero no me ampararé en errores administrativos, si los hubiera. Aunque algunos libros más -teniendo en cuenta que aún estoy a tiempo de leer una obra de teatro y algo de poesía, no me subestiméis- podrían darme un bonito y redondo cincuenta.
Pero creo que el segundo lugar es el verdadero culpable. Salamanca. Y es que esa ciudad, además de dos catedrales, tiene dos cosas muy buenas: una es que voy andando a todas partes y pierdo todo ese tiempo de lectura en el metro que tenía cuando peregrinaba hasta la Autónoma. Otra es que me hace muy feliz. Y aunque la lectura también me hace muy feliz, como dice Iwasaki y alguna otra mente brillante que he conocido estos meses, leemos cuando no tenemos nada mejor que hacer. Estos tres últimos meses he tenido mucho, mucho, mucho que hacer.
A pesar de todo, estoy satisfecha. Porque es el año que menos, pero también que mejor he leído. Si echáis un ojo a la lista, veréis muchas escritoras, muchos libros de cuentos, mucha literatura contemporánea, mucho escritor hispanoamericano. Muchas historias que me han aportado tanto, que me han hecho crecer, que me han hecho pensar y sentir, que me han dado las vidas que yo no voy a poder vivir. Y al fin y al cabo, qué otra cosa puede hacer un buen libro, sino regalar vida.
Así pues, quizá en números este reto no esté superado. Pero yo soy de letras.
Travesura realizada.
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