Es algo curioso, la lluvia. Fascinante cuando estás a cubierto, con una mantita y palomitas. Algo digno de ser mirado, escuchado, olido y disfrutado durante horas desde una ventana. Toda una imagen de película romántica que, como por arte de magia, trastorna las melancolías y nos hace mucho más vulnerables a su ataque.
Algo que, cuando no tienes dónde refugiarte, te arruina. Aunque sea fina, va calando, metiéndose, sibilina, por donde menos te lo esperas, alcanzando rincones que ni sabías que tenías, haciendo fría la ropa, pegajoso el pelo y pesada el alma. No valen las capas de ropa ni los tejidos impermeables porque, al cabo de tres horas, no quedan cosas secas en el mundo. La lluvia lo alcanza todo, tarde o temprano. Incluso en el desierto más largo de mi vida, incluso en las largas noches de sequía, al final, te encuentra.
La lluvia me encontró este fin de semana. Literalmente, por supuesto. Seguro de que os enterasteis porque, ahí fuera, el cielo caía sobre nuestras cabezas. Pero también me ha mojado por dentro. Y, aunque mis zapatos -por fin- ya están secos, yo sigo encharcada.
Te había echado de menos, corazón. Llevabas mucho tiempo apagado. La pobre intuición no se había dado cuenta de que sólo la música podía resucitarte. Menos mal que los locos lo saben todo.
Ahhh...Le pouvoir de la musique. Y el de los elementos. La lluvia que apropiadda. Aquí otra de aguas
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