Los adultos no entienden nada. Las personas mayores aman las cifras. Los niños deben ser muy indulgentes con las personas mayores.
Porque los niños sí saben lo que es importante. Entienden cómo son los besos y qué es un abrazo de verdad, sin pararse a pensar en las convenciones sociales o en la incomodidad. Comprenden las miradas y las sonrisas, los tonos de voz, la música de las canciones. Incluso la letra. Y cuando la cambian no es porque no se la sepan, es porque saben más que nosotros.
Los niños saben que los perros no hacen ggrrrarf!. Los perros hacen guau, guau. Y un cocodrilo adecuadamente sujeto (con fuerza, no se vaya a caer) puede ser una llave. Dos palmas unidas son el comienzo, el medio y el final de una amistad eterna.
Los niños saben que los cuentos se leen en la cama, tapado con una manta calentita y apoyado en un hombro cariñoso. A ser posible, con dibujos, porque una imagen dice más que mil palabras. No hay, de todas maneras, tantas palabras importantes. Mamá. Papá. Abela. Tía. Primas. Cocha. Madrid. Los nombres de los tres o cuatro amigos que tenemos de verdad y, a lo mejor, Palmira.
Los niños son el pasado de todos, los recuerdos en sepia con olor a mantequilla y a pueblo. Son el presente de esta casa siempre llena de juegos, de por favores, de Gracias. Son mi futuro, tan cierto como el aire que respiro.
Las niñas, mis niñas, son una de las verdades más vivas que han pisado esta ciudad.
(Microrrelato: La mañana siguiente).
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