Es extraordinariamente difícil escribir en los momentos felices. Contar cómo te acariciaba el pelo y tu olor se me quedaba en las manos, lo confortante de tu sonrisa de chocolate, tu afilada carcajada hundiéndose en mis costillas como viento. Poco puede interesar que derramé océanos candentes al ver que no te perdía, que despertaba y tus dedos de niña seguían enredados en mi sábanas; que mi maldición, un día más, no te había expulsado de mi vida. No habría sabido expresar entonces las puñaladas de tus besos, los tatuajes que dejaron tus dientes en mi espalda, la dicha encerrada en un dolor que sólo tú podías proporcionarme. Y es que en aquel momento, no éramos dos ni una, sino algo más y poco menos que nada.
Mis pesadillas resultaron ser ciertas; siempre he tenido el don de la clarividencia. Pero en aquellas noches, despertaba, y te notaba cerca, tu respiración me hacía cosquillas y se me olvidaba que soy un poco bruja en lo que a desgracias se refiere. Y abrías esos ojos, milagros oscuros en los amaneceres de sangre, y nada malo podía ocurrirme.
Era difícil hablar de ello, porque era mentira, pero yo no lo sabía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario