lunes, 23 de enero de 2017

Necesito un Frigopie

Cuando era pequeña, me encantaban los Frigopies. A quién no le gustaría un pie de fresa, cremoso y congelado, más grande que su cara. Pero mi madre no me dejaba casi nunca comprarme un helado tan grande, no sé si por evitar que lo dejase a la mitad o porque temía que no lo dejase a la mitad y reventase en el intento. Estamos hablando de una niña de cuatro o cinco años intentando comerse un helado más grande que ella, al fin y al cabo. Así que acababa comprándome un Minimilk o, cuando la ciencia lo revolucionó todo, un Minimilk de Nesquick. Aquellos eran los buenos tiempos.

Pero de vez en cuando, mi madre consentía. Era un día especial, o lo compartía con mi hermana, o había conseguido por fin dar cinco vueltas a la cancha de tenis en mi bici sin ruedines. He de confesar que era, o soy, bastante inconstante con las cosas que no se me dan bien y tardé en saber montar en bici, así que este fue un triunfo merecedor de un Frigopie entero para mí. Recuerdo ese Frigopie como si me lo estuviese comiendo ahora mismo, chupándome la mano entera por esos churretes rosa brillante que me corrían hasta el codo.

Como todo el mundo, más o menos, acabé creciendo y mi cara se hizo más grande que el Frigopie, y mis padres ya no pusieron problemas para comprármelo. No había negociación, ni súplica, ni cesión final en el glorioso y arduo proceso de elección que se desarrollaba cada vez que comprábamos un helado delante del congelador industrial. "Quiero un Frigopie". "Vale". Y eso era todo. Ahora ya no me compro Frigopies. Voy a por los Magnum de sabores exóticos, o a por los monstruosos de veinte capas de chocolate. El Frigopie se me ha quedado pequeño, supongo. 

Crecí y el Frigopie dejó de ser especial. Ya no es una celebración, ni un premio, ni un triunfo ante la autoridad paterna. Es solo un helado. Como pasa con tantas cosas: salir hasta tarde, faltar a clase, comprar una camiseta que no necesito, comer dulces... En un momento u otro, las limitaciones -autoridad externa, falta de dinero, las malditas dietas- desaparecen y todas esas cosas excepcionales se hacen normales. No porque las haga todos los días, sino porque nadie ni nada me impediría hacerlo si quisiese. Supongo que todos necesitamos un Frigopie en nuestra vida: algo que solo podemos tener después de una negociación, después de un logro, en un día especial.

El que algo quiere, algo le cuesta, sí. Pero al que algo le cuesta, más lo quiere, también.



Vivan los costes. Vivan los Frigopies.

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