lunes, 19 de septiembre de 2011

Mi jaula de tiempo y té (II)

Cincuenta y nueve segundos después, abro la puertecilla, para no escuchar la molesta campanita que, como siempre, parecería demasiado jovial para mi casa. Nada más instalarme, la dejaba sonar y taladrar las paredes de mis tres diminutas habitaciones. Ahora ya no puedo. Odio su sonido agudo, su llamada imperiosa, como si reclamase que sacara de sus entrañas lo que había puesto a calentar. Como si, una vez cumplido su cometido, fuese mi tarea librarle de su carga. Me crié sabiendo que no tenía obligaciones; que mi destino era mío, y que nadie podría arrebatarme mi libre albedrío. Mi padre me llamó Laura porque significa “Victoria”; porque sabía que, hiciese lo que hiciese, ganaría. Y no por ser la mejor en nada, sino porque haría siempre mi voluntad. Nada ha conseguido arrancarme ese convencimiento. Nada, excepto esa dichosa campanita exigente.

Me tumbo en el sofá y me cubro con la manta, y tomo un sorbo de té demasiado amargo. Y encojo los pies como siempre, dejando un hueco donde nadie se va a sentar. Cierro los ojos, y casi puedo sentir su mano fría en mi pelo, su barba de tres días raspando mi mejilla con un beso, su olor a canela acariciándome la nariz, como cuando me ofrecía galletas recién hechas… Y decido dedicarle un momento a echarle de menos. A dejarme ahogar por esa añoranza que llevo bloqueando siete años. Pero cuando abro los ojos, su mano y su olor a galletas se desvanecen y sólo me queda un salón diminuto e impersonal y una ventana manchada de lluvia. 

Y el tic tac de cien relojes que atrapan el tiempo, que intentan controlarlo y parcelarlo, para no dejar un segundo suelto en el que pueda volver a hundirme. Miro la hora. 14:03. Momento para empezar a hacer la comida. Pero no puedo. He vuelto a los días sin segundero, a las tardes interminables montando puzles, a las notas escondidas antes de los exámenes. Al año en el que todo iba bien. El verano de mi vida.

Y no puedo evitarlo. Arrastrada por una fuerza invisible, salgo de mi casa y de mi jaula de alarmas y horarios, cogiendo una bici, un avión, un coche de alquiler, un viaje de doce horas y cien mil kilómetros a través del océano. Me fui al otro lado del mundo para escapar de los fantasmas y ahora, seis años después, vuelvo voluntariamente a encontrarme con ellos. Debo de estar loca. A lo mejor esa es la clave para encontrarle sentido a todo esto: estar loca. No entender lo que todo el mundo considera normal, para poder rozar los límites de lo sobrenatural.

Por fin, llego a mi destino. Hace un día que no duermo, que me muevo a remolque de ese impulso que desató la nota de mi padre. Siento que la cabeza me va a estallar; que la sangre no fluye, sino que se arrastra por mis venas; que las lágrimas se agolpan en las comisuras de mis párpados, pidiendo salir; que el viento me arranca la piel a tiras y me enreda los rizos, que se pegan entre ellos como betún. No me detengo. Camino con seguridad hasta la gran puerta de hierro forjado. Pero una vez ante ella, el aire se vuelve pegajoso, atrapándome, succionando mis pies como barro húmedo, intentando detenerme. Y consiguiéndolo. No puedo entrar. Una inmensa barrera de fantasmas, miedos y recuerdos se alza ante el cementerio, dejándome fuera.

Y vuelvo a caer tres mil kilómetros de golpe, vuelvo a dejarme llevar por la desesperación, vuelve el gorrión a golpear mis costillas. No visité su tumba hace siete años. No quise creer que se había marchado y pensé, con la inocencia de los niños, que si no veía cómo le enterraban, no lo asumiría. Que seguiría vivo en algún rincón de mi cerebro, y que podría pensar que estaba de viaje, o trabajando, o que se habría retrasado al ir a comprar. Cuando comprobé, un año después, que no funcionaba, me marché. Pero no había querido verla, de todas maneras. La tumba de mi padre se ha convertido en un símbolo; sé que, cuando llegue ante ella, podré aceptar y comprender su muerte. Y no puedo.

Con un suspiro, doy la espalda al muro de mis fantasmas, sabiendo que no me dejarán pasar. Que todavía hay muchas cosas que no entiendo, que cargo demasiados miedos sobre mis hombros. Y dejando que la muralla se derrumbe y se convierta en la niebla húmeda que cubre la ciudad, me alejo de los recuerdos, las preguntas y las pesadillas, de vuelta a mi jaula de tiempo y té.

No hay comentarios:

Publicar un comentario