El otro día, me dispuse a escribir. Es más, me dispuse a escribir algo muy concreto. Me dispuse a recuperar una novela, que comenzó a rondar por mi mente hace casi tres años, que he escrito en tantas formas como la literatura permite, que fue cuento y conjunto de cuentos y novela inacabada e, incluso, fue antes de eso otra novela más sencilla, más adolescente, con distinto nombre y distinta trama y sin embargo, la misma voz que decía, dolorida, que no podía escribir.
La busqué en mi archivo. Guardo en él todo-casi-todo lo que he escrito desde 2003. Catorce años de relatos, de proyectos, de concursos de los que nunca más se supo, de talleres, del comienzo una y otra vez frustrado de la misma novela.
Hay años que no tienen casi nada. Un par de cuentos. Faltan dos años, en los que supongo que no escribí absolutamente nada. Fueron años que, indudablemente, tuvieron cosas buenas. Pero también tuvieron todo lo malo que supone, para mí, no haber escrito. No haber imaginado, no haber sido capaz de expulsar dos palabras seguidas que me convenciesen lo suficiente como para conservarlas. Nada.
Hay gente que convierte el dolor en arte. Frida. Vincent. Francisco. De Goya, me refiero. Quiero ser como ellos. Quiero crear incansable, incesantemente, sin excusas, desde la alegría o desde la tristeza, desde la necesidad de escribir que, si nunca me abandona, ¿por qué la abandono yo a ella? Quiero que la vida sea literatura y la literatura, vida. Quiero que escribir sea una experiencia, llámala religiosa si quieres, de esas que transforman. Porque lo es. Quiero que me dé paz, de mente, de espíritu, de lo que sea. Quiero que me emocione y me suba la adrenalina y el pulso cada vez que me enamore de una historia nueva.
Pido la paz y, por favor, la palabra. Que no vuelvan a quitármela.
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