Es un coche
pequeño y viejo, sin suficientes años encima como para poder aplicarle el
honroso calificativo de antiguo. Su maletero plano y sus ruedas duras, airosas,
le convierten en el perfecto vehículo de ciudad. Arranca sin fallo con un ronroneo
contento y se desliza por el tráfico sin dejarse avasallar por carrocerías más
brillantes ni motores de una potencia que ni en sus mejores años hubiese podido
alcanzar. La pintura plateada está ensombrecida por una pátina de polvo que
ningún lavado podría eliminar y solo las luces blancas de marcha atrás consiguen
atravesar la capa de suciedad vetusta que se incrusta en los faros. Una línea
apenas perceptible recorre el lateral izquierdo, cicatrices de la última
persona que aprendió a aparcar con él, y en el lateral derecho manchurrones
blancos que se irán comiendo la pintura. En su interior los asientos, a los que
hay que encaramarse en lugar de dejarse caer, están veteados de migas de
galleta y otros restos de meriendas antiguas, de aquellos tiempos en que la
vuelta del colegio lo llenaba de risas y anécdotas. En el hueco debajo del
freno de mano, en lugar de llaves o monedas, una bombilla fundida de origen
desconocido y una crema de manos que nadie ha utilizado en tres años. También
olvidan su utilidad los pañuelos de la guantera, en su caja de cartón todavía
sin abrir, o los botones que a ambos lados del volante activan el claxon, tan
duros que aunque se intentase pulsarlos a duras penas responderían. Y en pocos
días, cuando empiece la primavera, se cubrirá de polen pegajoso de tanto dormir
en la calle.
Ya, ya sé que este ya lo he subido. Pero dado que por fin esta señora nos dijo qué quería de nosotros, lo he tenido que repetir ajustándome un poco más (creo) a sus requerimientos, y aquí está. Supongo que hay gente que sabrá cómo se titula...
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