Era el primer
día de calor de aquel invierno moribundo y parecía que con el sol les renacían
las fuerzas. El suelo, de feas piedras verdes, relumbraba a la luz del
mediodía. Una fila de adolescentes se desplegaba a lo largo de todo el
edificio, con las piernas extendidas y los ojos cerrados, la cara levantada,
recargándose como pequeños robots ruidosos movidos por baterías solares. En las
canchas de baloncesto, las canastas medio descolgadas a punto de sucumbir bajo
el peso de las sudaderas y los abrigos abandonados en sus esqueletos, los más
valientes se disputaban una pelota gastada empapados en sudor. Solo los mayores
estaban en el patio a aquella hora y, a pesar de los gritos de los jugadores,
los sonidos llegaban atenuados, moviéndose despacio en la atmósfera pesada. Era
lunes, apenas comenzaba marzo y por un momento mágico, parecía que estaban de
vacaciones.
De pronto, el
timbre atronó el patio y, convocado por su rugido metálico, se desató el
infierno. Se abrió la puerta de infantil y sesenta y cinco bocas gritando,
narices moqueando, deditos que investigan, invaden y espachurran salieron
corriendo hacia su arenero. Sesenta y cinco fuerzas de la naturaleza todavía
estrenando sus cuerpos, que cogieron el silencio, el calor de aquel tibio sol de
invierno y lo apretaron en sus manos pegajosas. Un desastre de tres años, con
las rodillas todavía temblorosas, intentaba encaramarse al tobogán y unas
gemelas de largas trenzas se peleaban al pie, ajenas a las botas que estaban a
punto de impactar en sus caras; uno de los mayores, de casi seis años, les
había quitado la pelota a los más pequeños y se reía, alzándola fuera de su
alcance, mientras ellos se sentaban en el suelo derrotados y berreaban; la
mayoría se sentaban a llenarse los bolsillos y las botas de arena, y una niña
pelirroja, con la cara cubierta de pecas y el tirante derecho del mono
desabrochado, había encontrado un chicle rebozado de porquería y estaba a punto
de metérselo en la boca. La cuidadora, con sus pantalones de colores y su camiseta
caída a un lado, se había arrodillado al lado de dos niños que lloraban y se
señalaban con el dedo, acusándose mutuamente, sin darse cuenta del caos que
cundía a su alrededor.
Un segundo
timbre provocó otra avalancha de niños, que salían como despedidos a presión
por la puerta de primaria. A pesar de las diferencias de horario, ya habían
acabado todas las clases de la mañana. De pronto, el patio estaba cubierto de
niños que corrían, gritaban, tiraban abrigos por las esquinas y pateaban
balones en espacios que de ninguna manera eran suficientemente grandes para
jugar a nada. Algunos padres empezaron a llegar, aparcando los coches en
segunda e incluso en tercera fila delante de la puerta, haciendo sonar los
cláxones. Una niña corrió hacia la puerta con una mochila a la espalda que la
doblaba en tamaño. Una cuidadora, de pelo grisáceo, corto y duro, la pescó por
el abrigo que llevaba colgando de un asa; “¿Dónde
vas?”. Antes de poder contestarle, su madre, alta, rubia, ejecutiva con
impecable traje gris, llegó corriendo encaramada a unos tacones imposibles. “Vamos, vamos, vamos, Ana, ¡date prisa, hija!”.
Sin una mirada más, rescató a la niña de sus manos grandes y la arrastró hasta
el taxi que las esperaba más allá de la marabunta de coches que maniobraban
para salir del atasco que ellos mismos habían causado.
Poco a poco,
la marea de niños se fue organizando en grupos. Algunos formaron filas apenas
rectas, esperando a entrar en el comedor. Por la puerta escapaba ya el olor a
puré y patatas fritas recalentadas, y un hombre con camisa negra y pelo
engominado comenzó a dar paso a los cursos más pequeños. Los niños del segundo
turno se esparcieron por el patio, buscando la sombra del seto que, más muerto
que vivo, cubría algunas porciones de la valla metálica. Cuando todos los niños
que comían en casa fueron recogidos y las puertas del comedor se cerraron con
estruendo, solo quedaron prendas de abrigo esparcidas a los pies de las
canastas y cuerpos adolescentes que, robados de energía por las clases, se iban
aquietando una vez acabó su partido de baloncesto improvisado.
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Perdón por el retraso. Este ejercicio me ha dado más problemas de los que esperaba, o a lo mejor tenía menos ganas de escribirlo. De todas formas, ya hemos empezado a corregir en clase y parece ser que en estas descripciones, y hasta que se indique lo contrario, se valorará la distancia del narrador. En base a estas instrucciones, he hecho una nueva descripción de un objeto, que colgaré más adelante, y os dejo el ejercicio de la semana que viene.
4. Descripción de una persona en actividad (por ejemplo, un compañero en el tren o un desconocido al que sigamos por la calle).
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