Se nos fue. Después de cien años de crear con la palabra, se marchó a esa muerte-no muerte que siempre ha desafiado en sus libros. Y digo no muerte, porque no se va del todo. Siempre podremos ir debajo del castaño a buscar consuelo.
Os dejo un homenaje pequeño que le hice, sin saber que se me moría mientras lo iba escribiendo.
Las flores del rododendro
Eugenia Guamán vivía en la calle Incachaca, a las afueras de
Cochabamba. Todos los días se levantaba de madrugada, desayunaba un alguito y
se caminaba la distancia que la separaba de su verdadero hogar. Llegaba para
los primeros gritos, la pelea del orinal, quién se lavó las manitos para el
desayuno, venga apúrense los mayores, que llegan tarde al kinder…
Eugenia Guamán había sido siempre madre. Primero de sus
hermanas, las mayores y las pequeñas, mientras su madre trabajaba desde antes
de amanecer hasta bien entrada la noche y su padre se intoxicaba en la
chichería, consumiendo gran parte de la plata que ella ganaba. Eugenia aprendió
a cambiar pañales y a hacer sopas antes que a escribir su nombre, y desarrolló
la extraordinaria capacidad de sostener a un bebé en brazos mientras repartía purés
en cuatro boquitas hambrientas con una sola cuchara.
A los diecisiete años, se casó y pasó a ser la madre de su
esposo y de sus niñas. Descubrió que la historia se repite y que, tratando de
escapar de sus fantasmas, se había metido en una casa embrujada. Durante años
entre sus cuatro paredes no hubo más que gritos: gritos embriagados, gritos de
terror, gritos que ya no significaban nada, pero se seguía gritando. Envejeció
más rápido de lo que le correspondía y su piel se endureció a base de sol y
golpes, como el cuero. Un día, se miró al espejo y reconoció a su madre.
—Mamá —le habló, sabiendo que por el cristal se comunican las
almas—, mira lo que me enseñaste. No sé mejor que esto. Pero las guaguas crecen
fuertes, crecen sabias, mamá. Tienen alma de viejas y entienden mejor que tú y
que yo.
Su madre le sonrió, sin saber qué decirle. Nunca habían
hablado demasiado y no le parecía que ya traspasada la frontera fuese momento
de empezar. Aun así, cada noche Eugenia se deshacía la larga trenza, el negro
cada vez más entreverado con plata, delante del espejo y le contaba con voz
pausada cómo le había ido el día. Aquello posiblemente le llevase más tiempo
del que tenía, pero se acostumbró tanto a la sonrisa bordeada de arrugas de su
vieja que no era capaz de dormirse sin haberla visto.
Eugenia había tenido cinco hijas. Dos de ellas habían muerto
apenas nacidas, cuando las llevaba a todas partes en el aguayo, pegadas a la
piel. Todavía cargaba su imagen y su peso liviano, a pesar de hacer más de
veinte años que dormían bajo la tierra. A su marido lo había enterrado también
hacía tiempo, pero a él ya lo había cargado bastante en vida como para
aguantarlo muerto. Las otras habían crecido para ser tres hermosas jovencitas,
más altas y más fuertes que ella, que apenas se despegaron de su falda
comenzaron a hacer sus vidas sin pedirle ya más ni perdón ni permiso. Un día se
encontró con que no era madre de nadie y se buscó nuevos hijos.
Se plantó delante de aquellas dos mujeres, una tan rubia y la
otra tan morena, y sin atender a sus preguntas afirmó “Yo soy madre”. Ellas insistieron. Querían saber su experiencia, si
traía referencias, dónde había trabajado antes. Y ella repitió machaconamente “Yo soy madre”. Porque lo era. Lo llevaba
en los huesos y, aunque todo acabara, su ser
madre seguiría existiendo mientras ella respirase. Por fin lo comprendieron
y, sin que nadie protestase, Eugenia se convirtió en la dueña subrepticia del
Hogar. En teoría, debería ocuparse tan solo de los bebés y dejar que el resto
de empleadas hiciesen la comida, la limpieza y la educación de los más
mayorcitos. En la práctica, nadie movía un músculo sin que Eugenia Guamán
vigilase y aprobase dicho movimiento.
Podría uno pensar que con diecisiete niños a su cargo,
cualquiera se agotaría. Pero no Eugenia. Ella daba sopas, cambiaba pañales,
acarreaba bultos berreantes y doblaba kilos y kilos de ropita diminuta sin que
el cansancio osase asomar su carita sucia por sus dominios, no fuesen a
agarrarlo y obligarlo a lavarse. Sólo se iba a casa bien entrada la noche,
cuando las cuidadoras que dormían allí la obligaban a marcharse a empellones. Al
principio, dormía mal pensando en sus guaguas. Al fin y al cabo, era su
mamita, así la llamaban, y ¿qué clase de
madre se va a otra casa a dormir mientras sus bebés lloran? Con el tiempo se
acostumbró a pasar algunas horas separada de ellos, aunque nadie pudo
convencerla de que no debía dejar que la llamasen mamita. Mientras viviesen
bajo su mismo techo, y hasta que se los llevase su familia definitiva, ella los
estaba criando.
Un invierno, cuando el rododendro apenas comenzaba a llenar
de flores medio marchitas el patio, se dio cuenta de que sólo tenía un bebé. Romer
había llegado hacía un par de semanas, todo huesos, pero ya se le rellenaban
las mejillas. Su madre lo había tenido en la calle con ella durante meses,
hasta que se había convencido de que lo estaba matando de hambre y lo abandonó
a la puerta de algún hospital. Mientras le daba el biberón, sentada al lado de
su cuna, Eugenia pensó que aquella tranquilidad no duraría mucho. Efectivamente,
aquella tarde llegó Brenda para cambiarlo todo.
Se anunció con un sueño confuso y agitado que tenía despierta
a Eugenia de madrugada y que le dejó una sensación de muerte inminente que no
se pudo sacudir. Llegó al hogar mucho antes de lo que acostumbraba, con la
garganta atravesada de miedo, y solo pudo respirar cuando comprobó que todas
las guaguas estaban bien. El día transcurrió con normalidad, aunque aquella
ansiedad inexplicable no abandonó a Eugenia hasta que, mientras los mayores
merendaban en el patio, ella se retiró al cuartito de las cunas a darle el
biberón a Romer. Entonces, entró Anita, la trabajadora social, a entregarle un
bultito que era más mantas que bebé. Eugenia dejó a su propia carga en la cuna,
apoyando el biberón en la manta para que siguiese alimentándose, y tomó a la
niña en sus brazos. Mientras la miraba, aprendiéndose su carita diminuta y
colorada, se fue disipando su sensación de angustia. Y lo supo.
—Esta niña se va a morir —le dijo a Anita.
—No, no, qué va —sonrió ella—. Ha estado en el hospital un
tiempo, pero ahora ya está bien sana, le curaron la hemorragia en el cerebro y
los problemas de estómago, ya está perfecta. Mirá, mirá cómo sonríe.
Pero ella insistió. El bebé tenía los ojos grandes y ausentes
de los que ven más de lo que deberían, como si ya estuviese asomándose a la
muerte. Pero nadie hizo caso de su presagio, porque los médicos decían que
estaba bien. Eugenia decidió entonces no separarse de ella, ni de día ni de
noche, pues clamaba al cielo que una criatura tan pequeña tuviese que morir
sola. Durante los días que estuvieron juntas, Eugenia la cargó como había
cargado a sus hijas, le cantó melodías sin palabras y le habló. Le habló
durante horas, del resto de niños que habían dormido en esa misma cuna, de su
vida anterior, de lo que podría esperar al otro lado. Le dio mensajes para su
madre y sus hijas, para el resto de niños que habían muerto a su cuidado. La
niña la miraba con los ojos muy abiertos, comprendiendo sin necesitar palabras,
más sabia porque había tenido que aprenderlo todo en muy poco tiempo.
El día que Brenda murió, amaneció el cielo blanco, con una
luz de otro mundo que endurecía los colores y afilaba los límites de las cosas.
Las cunas, la ventana, la mamadera que dejó apoyada en la manta de Romer,
parecían filos cortantes y hacían que, inconscientemente, Eugenia evitase
tocarlos. Cuando tomó a la niña, la notó ligera, como si la luz que hería a
todos no la tocase. Sabiendo qué iba a pasar, se salió al patio y se sentó en
una sillita mientras la casa despertaba. Ajena a los gritos y los llantos del
resto, Eugenia acunó a la bebé, que miraba a su alrededor con ojos
inteligentes, queriendo llevárselo todo en su viaje. Pasaron las horas lentas,
blancas, en una comunicación silenciosa. Por fin, a la tarde, el cielo se tiñó
de amarillo y rosa y Brenda cerró los ojos. Se fue serena, sin llorar y,
mientras su alma partía, el rododendro se estremeció y se les llenó el patio de
flores.
Precioso, realmente precioso. Me ha hecho pensar en algún momento que estaba leyendo a Gabo. ME ha hecho emocionarme pensando cuantas wawas han vivido lo mismo que Brenda y cuantas han muerto solitas, abandonadas junto a cualquier árbol o en cualquier esquina, sin el único calor que pensamos que a nadie debería faltarle nunca como es el de una madre. Pero ¡¡cuantas wawas en el mundo nacen y mueren sin disfrutar aunque sea un poquito de ese calor materno!! No podemos siquiera pensarlo, si no es desde la más absoluta frialdad que nos permiten las cifras y las estadísticas. Ponerle nombre y rostro aunque solo sea a una pequeña parte de tanto sufrimiento nos llevaría a la locura.
ResponderEliminar¡¡ENHORABUENA POR EL RELATO'!!