martes, 30 de octubre de 2012

Si me llamaras...

Es extraordinariamente difícil escribir en los momentos felices. Contar cómo te acariciaba el pelo y tu olor se me quedaba en las manos, lo confortante de tu sonrisa de chocolate, tu afilada carcajada hundiéndose en mis costillas como viento. Poco puede interesar que derramé océanos candentes al ver que no te perdía, que despertaba y tus dedos de niña seguían enredados en mi sábanas; que mi maldición, un día más, no te había expulsado de mi vida. No habría sabido expresar entonces las puñaladas de tus besos, los tatuajes que dejaron tus dientes en mi espalda, la dicha encerrada en un dolor que sólo tú podías proporcionarme. Y es que en aquel momento, no éramos dos ni una, sino algo más y poco menos que nada.

Mis pesadillas resultaron ser ciertas; siempre he tenido el don de la clarividencia. Pero en aquellas noches, despertaba, y te notaba cerca, tu respiración me hacía cosquillas y se me olvidaba que soy un poco bruja en lo que a desgracias se refiere. Y abrías esos ojos, milagros oscuros en los amaneceres de sangre, y nada malo podía ocurrirme.

Era difícil hablar de ello, porque era mentira, pero yo no lo sabía.

jueves, 25 de octubre de 2012

So Filóloga

Cuando dices que estudias Filología Hispánica, a mucha gente se le afloja la sonrisa mientras dicen "Ah, qué bien, qué interesante, ¿no?". Otros son más directos, "Pues seguro que serás una profesora de lengua estupenda". Pocos, pero suficientes, son directamente desagradables: "¡Bienvenida al paro!".

No dejan de tener razón. La cosa está muy mal y, si no hay trabajo para la gente que hace cosas útiles, como ingenieros o arquitectos, ¿cómo lo va a haber para la friki que se dedica a hacer tesis sobre el sufijo -dor? Lo más sensato sería dejarlo, meterme a ADE o, mejor aún, a un módulo de electrónica o algo así, y ponerme a trabajar cuanto antes en las condiciones que me ofrezcan, por lamentables que sean, y encima dando las gracias. Porque no hay futuro para la juventud.

Pero, ¿sabéis qué? Que no tengo ni veinte años. que tengo futuro. Con un poco de suerte, décadas maravillosas están esperando a que las camine. Así que no pienso conformarme. Es ahora el momento de creer que en tres años me graduaré con buenas notas, haré un máster en edición y me iré a vivir fuera un tiempo -ojalá, Italia- para, al volver, tener vida suficiente como para escribir mil novelas. Y las escribiré y publicaré y viviré de mis libros, o de los de otros -quizá descubra al a próxima JK Rowling- mientras hago unos estudios interesantísimos que me llevarán, cuando ya sea muy mayor, a dirigir la RAE.

Es ahora, o nunca.

Porque no tengo ni veinte años, y no pienso hundirme ni conformarme. La juventud es mi oportunidad, y mi obligación, de soñar.


viernes, 5 de octubre de 2012

El miedo.

He de admitir -y me duele hacerlo- que, salvo contadas ocasiones, no me gustan mucho los gatos. No veo por qué debería gustarme tener en casa un animal que no sólo no se alegrará de verme, sino que me perseguirá por los pasillos planeando cómo matarme y que, incluso, llegará a atacarme si no satisfago sus principescas necesidades. 

De hecho, ahora mismo estoy robando un ordenador ajeno (ya hablaremos, manzanita VS ventanitas... ya hablaremos) y la dueña de la casa, que no es la dueña del ordenador sino su gata, está subida a la mesa, mirándome desde el otro lado de la pantalla. No le gusta que esté aquí. Me mira fijamente. Y sé que ya conoce mis debilidades y está pensando cómo usarlas contra mí. Y tengo mucho, mucho miedo.

El miedo es una cosa total y absolutamente irracional. En mi caso, además, estúpida. Me dan miedo las arañas más diminutas, pero a una pitón de cuatro metros me acercaría sin problemas. Cuando la casa está a oscuras, tengo que ir corriendo al baño -ya se sabe que en estas casas modernas hay monstruos escondidos en cada esquina-, pero cruzo una calle de siete carriles sin correr. Me aterroriza de esta gata, pero no una banda de gitanos armados y con ganas de gresca -ventajas o temeridades de vivir a cinco minutos del Ruedo, supongo...-.

Podría seguir contándoos mis miedos -irracionales- y mis temeridades -absurdas- pero Michu ha empezado a menear la cola, y tanta cordialidad me da mala espina. Voy a encerrarme en el cuarto del bebé hasta que lleguen sus padres, con un poco de suerte no sabrá abrir puertas.

lunes, 1 de octubre de 2012

Lluvia.

Es algo curioso, la lluvia. Fascinante cuando estás a cubierto, con una mantita y palomitas. Algo digno de ser mirado, escuchado, olido y disfrutado durante horas desde una ventana. Toda una imagen de película romántica que, como por arte de magia, trastorna las melancolías y nos hace mucho más vulnerables a su ataque.

Algo que, cuando no tienes dónde refugiarte, te arruina. Aunque sea fina, va calando, metiéndose, sibilina, por donde menos te lo esperas, alcanzando rincones que ni sabías que tenías, haciendo fría la ropa, pegajoso el pelo y pesada el alma. No valen las capas de ropa ni los tejidos impermeables porque, al cabo de tres horas, no quedan cosas secas en el mundo. La lluvia lo alcanza todo, tarde o temprano. Incluso en el desierto más largo de mi vida, incluso en las largas noches de sequía, al final, te encuentra.

La lluvia me encontró este fin de semana. Literalmente, por supuesto. Seguro de que os enterasteis porque, ahí fuera, el cielo caía sobre nuestras cabezas. Pero también me ha mojado por dentro. Y, aunque mis zapatos -por fin- ya están secos, yo sigo encharcada.

Te había echado de menos, corazón. Llevabas mucho tiempo apagado. La pobre intuición no se había dado cuenta de que sólo la música podía resucitarte. Menos mal que los locos lo saben todo.